Día 62
Hambre y cebolla
De todas las historias de confinados que me vienen a la cabeza en esta mañana de lluvia, hay una que nos toca muy cerca. Es la de todas aquellas personas que en el verano de 1936, fracasado el golpe de Estado en Madrid, y con la certeza de que la sublevación militar se iba a convertir en una guerra más larga, se refugiaron en las embajadas de la capital por temor a sufrir represalias. Y las que trataron de hacerlo tres años después, del bando contrario, y se encontraron con las delegaciones rodeadas por falangistas.
Era aquel Madrid de 1936 el de las primeras checas y los paseos de la Patrulla del Amanecer . El de las milicias armadas que actuaban al margen del Gobierno republicano y realizaban ‘sacas’ en las cárceles; pero también el de los quintacolumnista s que disparaban desde las azoteas para sembrar el terror y preparar la entrada, que creían inminente, de los militares en la ciudad. Era el Madrid de la revolución a medias, de los palacios incautados y los negocios colectivizados. El Madrid asediado, por supuesto, que resistió a las tropas de Franco, a los primeros bombardeos, al hambre y al estraperlo.
Y en aquella ciudad convertida en frente de guerra fueron cerca de ocho mil las personas, no todos falangistas, que pidieron asilo en las embajadas, dos mil de ellas solo en la de Chile.
Lo cuenta Andrés Trapiello en el prólogo del segundo volumen de las memorias del diplomático Carlos Morla Lynch, amigo de Lorca y de la intelectualidad republicana, pero de ideas más conservadoras. Por su casa del barrio de Salamanca pasaron Alberti, Cernuda y Aleixandre, Salinas, Guillén y casi todos los poetas de la Generación del 27. Y también compatriotas como Pablo Neruda, que le acusaría después de la guerra de simpatizar con el nazismo.
Ni con los hunos, ni con los hotros (las dos palabras con hache) titula Trapiello el texto que antecede a España sufre. Diarios de Guerra en el Madrid republicano, donde Morla Lynch cuenta cómo el viejo palacio alquilado como embajada por Chile se quedó pequeño y hubo que habilitar más locales, incluido su propio domicilio, que llegó a albergar a 53 refugiados.
Imagínense tanta gente encerrada bajo el mismo techo en una ciudad en guerra. La casa vigilada. La incertidumbre. Los problemas de convivencia. Si los asilados tenían recursos pagaban su manutención. Y durante los tres años que duró la guerra, desmanteladas las checas a finales de 1936 por el Gobierno, ningún miliciano violentó esos lugares. Respetaron el derecho de asilo, aunque hoy parezca un milagro.
Al final de la guerra las tornas cambiaron. La embajada dio cobijo al menos a 17 republicanos. Y no está claro lo que ocurrió con el poeta soldado Miguel Hernández, el autor de Viento del pueblo . Neruda acusó a la embajada de su país de negarle el asilo, aunque Morla siempre lo negó. Y Hernández, encerrado en la cárcel de la calle Torrijos (hoy Conde de Peñalver) compondría Las nanas de la cebolla para su hijo en otro confinamiento mucho peor, del que ya no saldría.
Pienso en esos versos del poeta pastor, como lo llamaba Morla. Hambre y cebolla: hielo negro y escarcha grande y redonda. Y cuando miro por la ventana ha dejado de llover.