Los niños obreros del hospicio
Acogidos de San Cayetano trabajaron en la iluminación de la Cueva de Valporquero y la señalización de la carretera a San Isidro cuando eran aprendices en los talleres del centro.
«Puede formarse una idea de las ventajas que se obtienen en los diversos talleres de oficios establecidos en la Casa, tanto con respecto a la enseñanza que en ellos reciben los asilados que en los mismos trabajan, como en los beneficios económicos que se consiguen, con sólo leer los datos siguientes...». Las palabras de Miguel D. G. Canseco, director del hospicio de León, Figuran en la memoria que entregó a la Diputación provincial en 1907.
San Cayetano, que entonces estaba ubicado frente al prado de San Francisco (en la parcela que ahora ocupan Correos, Conservatorio, Biblioteca Pública, aparcamiento e Instituto Leonés de Cultura), contaba con talleres de zapatería, sastrería, carpintería, albañilería, herrería-hojalatería y huertas. El centro se autoabastecía de pan y jabón gracias al trabajo de los chicos y chicas y las asiladas mayores de 15 años lavaban la ropa «de todas clases de los acogidos» desde los pañales de niños de pecho al resto.
Asimismo, a principios del siglo XX había casi medio millar de niños y niñas que «dedicados al servicio doméstico o en poder de personas que no cobran salario alguno por su crianza» y que a partir de los 11 años «se quedan con ellos sin retribución alguna».
En los años 60 y 70, cuando el hospicio se trasladó al Monte San Isidro, incautado a la Fundación Sierra Pambley tras la guerra civil, y se rebautizó como Ciudad Residencial Infantil San Cayetano, los niños y las niñas siguieron formándose y trabajando en los talleres bajo la tutela de maestros a quienes muchos de aquellos chicos están agradecidos por unas enseñanzas que les abrieron un camino en la vida. A ellos, en cambio, nunca se les ha reconocido la labor que hicieron para la provincia con su trabajo gratuito. Tampoco se les ha pasado por la cabeza que tuvieran que agradecérselo. Para algunos es una etapa cerrada que no quieren abrir. Otros no quieren perder la memoria de aquel lugar y aquel tiempo que forjó su identidad. Vicente Vidal aprendió el oficio en el taller de electricidad, junto al maestro señor Rafael. Recuerda que chavales como él, que contaba con apenas doce años de edad, trabajaron en la instalación eléctrica de la Cueva de Valporquero. Corría el año 1966 cuando la catedral subterránea de la montaña leonesa abrió sus puertas al público para convertirse en uno de los hitos turísticos de la provincia. «Hicimos la instalación eléctrica y el mantenimiento del alumbrado en la Cueva de Valporquero», comenta.
Pusieron la instalación eléctrica de la residencia de sordomudos de Astorga, en los pabellones San José, Niño Jesús y Virgen María de San Cayetano donde hacían todo tipo de reparaciones, incluso de pequeños electrodomésticos. Hicieron parte de la instalación eléctrica de un edificio de viviendas en la calle Fernández Cadórniga que la Diputación promovió para empleados de la casa. «Y en tantos y tantos sitios de la Diputación», recuerda. El 29 de julio de 1970 recibió el título firmado por don Rafael.
Como anécdota, cuenta Vicente Vidal, el maestro electricista y varios de los acogidos «hicimos la instalación eléctrica de los bebederos de ganado vacuno en el establo propiedad del cura de la Diputación, don José María Reguera, en Villaturiel o zona cercana, donde tenía unas 120 vacas de raza pardo-alpina, creo recordar».
Los «anecdóticos» trabajos para particulares o personas vinculadas a la institución, como el caso de José María Reguera, no eran ajenos a los niños obreros del hospicio. Ni a las jovencitas. Antonia Alba, que acaba de cumplir 85 años, vivió en el hospicio hasta que se casó, a la edad de 20. Durante mucho tiempo hizo de criada para el obispo Luis Almarcha, limpiando suelos y quitando el polvo en la casa episcopal.
Las mujeres hacían las labores «propias de su sexo» según el ideario católico y franquista imperante desde los comienzos del hospicio, abierto en 1793, hasta más allá de la muerte de Franco, en 1975. «A los varones se les enseñará a leer, escribir y contar, Doctrina Cristiana y reglas gramaticales, Urbanidad, Historia, Geografía, Dibujo Lineal aplicado a las artes y oficios y Gimnasia higiénica», dice el Reglamento de aquel hospicio abierto en el Prado de San Francisco, en la que hasta hacía poco había sido Real Fábrica de Hilados, impulsado por el obispo Cayetano Cuadrillero y Motta para albergar inicialmente 60 niños y 29 niñas.
La enseñanza de las niñas «es diferente en algunas materias y disciplinas, se les dará la misma educación que a los niños insistiendo en la labor de calceta, coser, bordar y otras labores propias de su sexo. Las niñas más mayores, las propias del servicio doméstico, como cocinar, lavar, coser, etcétera».
De aquel entonces datan los talleres y maestros, «admitiendo la posibilidad de que alguno de los acogidos (aprendices) pueda ser reclamado por alguno de los artesanos de la ciudad». El rey Carlos IV respondió a una queja sobre el «pésimo estado en que se halla el hospicio de León». El monarca ordenó que «a los muchachos que ya están en su oficio se les dé una gratificación conforme a su trabajo».
La piqueta acabó con el viejo hospicio en 1964. La iglesia fue el último edificio del complejo, que ocupaba una parcela de 9.000 metros cuadrados, en derribarse. Sólo se salvó la portada de la Puerta de la Reina, que enmarca la entrada al edificio de la Audiencia Provincial de León. La pila bautismal fue rescatada de los escombros que se arrojaron en el nuevo San Cayetano y colocada recientemente en el claustro de la Catedral. En los jardines de la antigua ciudad resindencial infantil se conservan unas columnas del antiguo hospicio, como continuidad del uno en el otro.
Separación de sexos
Niños y niñas llegaron a la Crisc, en la carretera de León a Carbajal, a lo largo del verano de 1955. El antiguo hospicio se cerró definitivamente en 1956, con el traslado de los lactantes al pabellón del Niño Jesús. Las Hijas de la Caridad, que se habían hecho cargo de la casa de misericordia en 1864, pasaron a regir los pabellones Virgen María, de chicas, Niño Jesús, de lactantes.
La estricta separación de sexos que imperaba en la época franquista apartó a las hermanas de los niños. Para los chicos del pabellón San José, la Diputación eligió a la orden de los Terciarios Capuchinos de Nuestra Señora de los Dolores. Los Amigonianos seguían la regla de José María Amigó y Ferrer, valenciano como el obispo Almarcha. Fray Luis de Masamagrell, nombre que adoptó en honor a su pueblo natal, vivió con espanto los abusos y humillaciones sexuales sobre jóvenes y niños en la cárcel de Santoña (Santander) en siglo XIX. «Qué paradoja que 75 años más tarde, en la Crisc, algunos de sus sucesores abusaban sexualmente de niños indefensos, total estos niños no eran nada, no tenían familia», comenta Vidal, quien se quedó huérfano en 1960 tras morir su padre y su madre víctimas del incendio causado por un rayo mientras trillaban en la era, en Jiménez de Jamuz.
Los abusos sexuales a los hospicianos es el tema central de la novela de Agustín Molleda, E-84 San Cayetano. Diez años después de su llegada, en 1965, los Amigonianos fueron expulsados. El Instituto de la Juventud emitió un informe que dio pie a la Diputación a romper el contrato: «La comisión estima que sus sistemas de enseñanza y formación, así como la práctica pedagógica que vienen empleando no son las más adecuadas para la población infantil y juvenil allí acogida...». Los religiosos dejaron la ciudad residencial de forma sorpresiva y precipitada. El pabellón San José quedó a cargo dos seminaristas antiguos hospicianos, Valeriano y Máximo Gómez.
La Crisc se regía por un reglamento de 1955 cuyas bases principales eran la «educación y formación de los acogidos/as en los principios de la religión Católica Apostólica y Romana y en los patrióticos defendidos por el Glorioso Movimiento Nacional». «Se les formará moral y religiosamente y se les instruirá en una profesión de oficio», añade la norma.
La separación de sexos, establecida en la base séptima como un mandamiento divino, era tan estricta que chicos y chicas compartían espacio sin mantener el más mínimo roce salvo por la ropa que ellos metían en una bolsa periódicamente y que ellas lavaban y planchaban.
Los chicos entraban ocasionalmente en el pabellón Virgen María a hacer alguna reparación. «¿Sois los luceros?», espetó una monja en cierta ocasión cuando fueron a poner unos fluorescentes. «Llevamos días esperando; no os merecéis más que rabos de pasas de uvas», increpó la religiosa a los chicos.
En la Crisc hubo, para los chicos, talleres de torno, imprenta y encuadernación, electricidad, pintura, herrería, carpintería, fontanería, zapatería, sastrería y ya en los años 70, de albañilería. También tenían rondalla y banda de cornetas y tambores, hacían gimnasia una vez por semana y les llevaban a los campamentos de la OJE, la organización juvenil de la Falange. Y, sobre todo, jugaban al fútbol. El balompie era el pan nuestro de cada domingo para los chavales del hospicio.
Las chicas estaban en el lavadero, en el taller de plancha y costura y en el de peluquería femenina. Unas pocas fueron becadas con estudios superiores de Magisterio y Enfermería principalmente. También algunos chicos tuvieron la oportunidad de estudiar en las escuelas laborales, como Agustín Molleda en la de Cristo Rey de Valladolid.
La llegada de los Jesuitas en 1965 dio nuevos aires al pabellón San José. Los nuevos educadores vieron pronto el problema de la institucionalización, cayetanización, decía el padre director, el asturiano Luis Manuel Flórez, quien con el tiempo colgó los hábitos. Durante los dos años que estuvo en el centro fue el impulsor de una radio y un periódico y de una nueva forma de gobierno en la que los acogidos tomaban parte, como en una ciudad real.
La revolución jesuita
«Fue toda una revolución, intentando aplicar, aunque fuera de lejos, la pedagogía de Paulo Freire», comentó en una entrevista en La Nueva España hace dos años. «Fueron unos años preciosos para mí. Estaba muy a gusto en la comunidad de jesuitas y con los educadores y teníamos planes muy importantes para darles a estos chavales una vida más normalizada sacándolos a vivir a pisos», comentó.
Planes que tendrían que esperar más de dos décadas a cumplirse, en los años 80 cuando las competencias de protección a la infancia fueron traspasadas a las comunidades autónomas. El último director de San Cayetano, Casimiro Bodelón, fue el artífice del cambio. Ahora, ya jubilado, escribe su historia y ha reclamado la Medalla de Oro de la provincia para las Hijas de la Caridad por su labor en el hospicio, primero, luego en la Crisc y en otras instituciones leonesas.
Pero en aquellos años 50, 60 y 70 los talleres rebosaban de chavales que lo mismo hacían piezas para las máquinas y herramientas averidas de la Diputación provincial en el taller de torno que ayudaban en la confección del Boletín Oficial de la Provincia. El taller de imprenta, dirigido por don Gabriel, formaba a acogidos como linotipistas y cajistas. Algunos entraban de lleno en la cadena de edición del boletín provincial y demás publicaciones de la Diputación.
En un taller anexo a la imprenta se encuadernaban libros y folletos y se reparaban libros. La formación debía ser buena pues en uno de los concursos que organizaba el régimen Luis Vidal y Román Mirantes obtuvieron el primero y segundo puesto en el campeonato nacional de encuadernación.
Los señores Modesto, Manuel y Tomás regían los talleres de pintura, herrería y carpintería y madera. En el taller de herrería se elaboraban las chapas de metal-latón, balizas de hierro y paneles que después se pasaban a pintura para el rotulado. «Eran los carteles anunciadores y las balizas de carretera hacia la estación de San Isidro-Isoba-Lillo. También para la carreterina que sube a la Cueva de Valporquero, donde también hicimos trabajos de electricidad en el edificio de visitantes y lo pintaron», recuerda Vicente Vidal.
Paneles rotulados con el yugo y las flechas, símbolo del régimen fascista, salieron de estos talleres para ferias, exposiciones y eventos que patrocinaba la Diputación provincial. Cuando se acometieron las obras de reforma del Palacio de los Guzmanes, a finales de los 60, también hicieron la instalación eléctrica y pintaron toda la zona nueva desarrollada en la parte trasera del edificio histórico, donde vivía el ordenanza principal.
Las oficinas de recaudación de la contribución rústica situadas en la calle Ramiro Valbuena figuran en la lista de trabajos que hicieron aquellos pequeños obreros de San Cayetano.
Las chicas hacían su trabajo en el lavadero. No sólo lavaban la ropa de los acogidos y religiosos, sino también las sábanas y toallas, así como las cortinas y las alfombras de diferentes centros de la Diputación. Algunas mujeres, antiguas acogidas, trabajaban como contratadas en este servicio provincial.
En el taller de plancha, costura y confección se impartía aprendizaje y se hacía la ropa para los acogidos, religiosos y otro personal y diversos trabajos para la Diputación. Por último, en el taller de peluquería femenina se hacía el aprendizaje y se practicaba cortando el pelo a los niños y niñas del hospicio.
En los primeros años del siglo XX las memorias del director Miguel Canseco calculaban el importe manual de los trabajos que hacían los acogidos y ensalzaba las «ventajas morales y materiales que los acogidos y la provincia obtienen, con las obras llevadas a cabo en los mismos».
El taller de carpintería hizo en 1906 cuyo coste manual se estimó en 2.921,95 pesetas, según consta en la memoria del director. Los chicos hicieron puertas, balcones, marcos para puertas y ventanas, entarimado, escaleras, una artesa grande para el horno, dos carretones para niños de lactancia, un torno nuevo para la exposición de niños, caja mortuoria para una hermana de caridad fallecida «y otras muchas reparaciones en el establecimiento Casa del Parque y el palacio provincial cuyo detalle se omite para no ser molesto a los señores diputados; el importe manuel de todos estos trabajos está calculado en 2.921,95 pesetas». No era el más elevado: 4.707 pesetas en sastrería, 3.128 en zapatería y 2.897 pesetas en las huertas hacían del hospicio una ciudad casi autosuficiente.
Hasta los años 60 y 70 los chicos y chicas empezaban a trabajar a los 14 años, si no lo hacían antes como ayudantes de sus familias. Muchos, como los de San Cayetano por los Amigonianos, fueron víctimas de abusos sexuales en colegios religiosos.
Sombras que comparten, quizá sin saberlo, con Antonio Gamoneda quien sufrió «persecución sexual de los frailes» en el colegio Agustinos. Al día siguiente de cumplir los 14 años, «comencé a trabajar a doble jornada como recadero y como meritorio, encendiendo la calefacción a las cinco de la madrugada, del Mercantil de León, hoy desaparecido», evocó el poeta al presentar sus memorias de la infancia en el libro Un armario lleno de sombra.