Los pueblos mineros
Réquiem por los mineros muertos de Santa Marina
El pueblo que tuvo 22 pozos de carbón recuerda a sus ocho fallecidos en la mina y prepara el memorial que les dedicará el día de Santa Bárbara
El siglo del carbón en Santa Marina de Torre, la antigua localidad minera del Bierzo Alto que el próximo sábado celebrará sus fiestas de Santa Bárbara con un homenaje a los ocho vecinos muertos en la mina, está marcado por dos sonidos, un encierro, una vieja fotografía en blanco y negro tomada en un cargadero que dice más de lo que parece, y un beso, preludio de una tragedia que cien años después sigue viva en la memoria de una familia del pueblo.
El primer sonido es el ruido de los compresores; las máquinas molestas, pero milagrosas, que insuflaban aire limpio al interior de las galerías del Pozo Mariángela que durante años explotó el empresario Virgilio Riesco, última mina que estuvo activa hasta el año 2010 en una localidad que llegó a tener, no siempre a la vez, hasta 22 pozos y chamizos diferentes y tres cantinas donde los mineros bebían al salir del tajo. «El ruido de los compresores acompañaba la vida del pueblo desde las siete de la mañana hasta la medianoche», le cuenta a este periódico el que fue alcalde de Torre del Bierzo, hoy concejal y presidente de la Asociación Cultural Carqueixa que organiza el homenaje a los mineros muertos, Melchor Moreno. «Se notaba cuando era un día de huelga, o de fiesta, porque los compresores estaban parados y el pueblo en silencio», añade. Y es que en Santa Marina, la mina se encontraba a la puerta de casa y al trabajo se iba andando.
La Tía Juana (izda.) paleaba carbón en ‘El Cargue’ de Virgilio Riesco mientras un compañero bromeaba con darle un golpe . CARQUEIXA
Moreno es hijo del picador Melchor Marcelino, que tuvo que jubilarse con segundo grado de silicosis con apenas 32 años porque ya no le dejaban entrar al pozo—imagínense la cantidad de polvo y de carbonilla que respiraban aquellos hombres envejecidos antes de tiempo—. Melchor Marcelino continuó trabajando en el exterior de la mayor explotación de Virgilio Riesco y al final en el cuidado de los jardines del caserón del empresario en la entrada de Torre. La pensión que le había quedado, allá por la década de los sesenta, no le llegaba para sacar adelante a su familia.
El idilio y el odio entre Santa Marina de Torre y el carbón comenzó en el año 1900, cuando un avispado emprendedor de nombre Eduardo Argenti Schulz reclamó en el Boletín Oficial de la Provincia de León los derechos de explotación de los primeros filones en el pueblo. Aunque las minas de Virgilio Riesco, que llegó a emplear a trescientos trabajadores en la localidad, fueron la mayoría y las más importantes —el simbólico Pozo Mariángela, el Pozo Antón Ardura, la Mina Adonina y la de Boisán, además de chamizos subcontratados— Santa Marina ha llegado a contabilizar hasta 22 explotaciones durante el pasado siglo, conocidas casi todas con el nombre de los parajes del pueblo y las capas del carbón; Las Arribas, Lavallos, La Camocha, Cascarilla, ‘Nos veremos’, Las Abarrazas, El Salgueiro, Los Pobres, La Jota, la de Antonio Amilia, abuelo del político que ha sido alcalde de León, la Mina de Los Alonsos, la Mina de Perfecto, la del Jardín, la de La María, la Mina del Cabrito, la del Pontón, la Mina Esperanza o la de La Plata de empresario Félix Moy.
Marino Jairo sale del encierro de 1994. CARQUEIXA
Y es en esta ultima mina, abierta por un gallego, de donde sale el segundo sonido de este reportaje. Un ruido nuevo que se oyó en el pueblo en el año 1948 y que despertó la curiosidad de las niñas que jugaban en el patio de la escuela, como la madre de Melchor Moreno, Teresa Viloria. «Se fueron a un callejo para ver lo que era y descubrieron al primer camión que llegó a Santa Marina, verde y blanco, para transportar carbón», cuenta Moreno. El camión ‘trepaba’ con su motor revolucionado por la pendiente y hacía un ruido descomunal. Las niñas nunca habían visto uno igual porque hasta entonces los vecinos de Santa Marina se ganaban unas pesetas alquilando sus carros de bueyes para llevar el mineral al cargadero ferroviario de Torre del Bierzo. En el libro de contabilidad de la Mina Esperanza de 1943, por ejemplo, figuran seis carreteros que cobraban 25 pesetas por jornal. Un carretero como Ramón Moreno había cobrado 475 pesetas por 19 jornales.
En ‘El Cargue
La fotografía que dice más de lo que parece está tomada en los años cincuenta en ‘El Cargue’ de Virgilio Riesco. Dos mujeres y dos hombres palean carbón. Ellas llevan pañuelo. Una es joven, soltera. Y la otra es viuda, la llamaban la Tía Juana y también sonríe a la cámara mientras a su espalda un hombre hace ademán de golpearla con la pala en una broma que hoy resultaría demasiado agresiva. «A las mujeres solo las dejaban trabajar fuera de la mina y si eran solteras o viudas. En cuanto se casaban ya no las contrataban, era la norma», cuenta Moreno.
El encierro que marcó el principio del fin del carbón en el pueblo es el que en 1994 protagonizaron durante 28 días, entre el 29 de octubre y el 26 de noviembre, ocho mineros de Virgilio Riesco en el Pozo Mariángela para protestar por los primeros recortes en el sector del carbón. Lejos habían quedado los días, en 1966, en los que Santa Marina tocaba techo con 487 habitantes y la falta de vivienda obligaba a las familias a compartir casa y aprovechar los desvanes. Los ocho mineros encerrados, con el joven Marino Javier Jardino como portavoz, salieron una semana antes de la fiesta de Santa Bárbara y fueron recibidos como héroes. Pero las indemnizaciones pactadas para recortar las plantillas solo fueron el primer paso de una agonía de veinticinco años para el carbón en el Bierzo Alto.
Dejamos para el final el beso y la lista de los ocho mineros muertos. El primero de ellos fue un guaje (ayudantes minero) que se llamaba Manuel Silván Martínez, tenía 15 años, y el 16 de abril de 1921 moría aplastado por un costero en la mina de Lavallos. Su sobrina Adela Silván cuenta cómo el tío al que nunca conoció solía besar en la frente a la pequeña Isabel, su madre, poco más que una recién nacida, antes de irse a la mina. El día de su muerte, es el relato que se ha contado en la familia Silván, Manuel volvió tres o cuatro veces a besar a la niña «como si supiera que no iba a volver», relata Adela. Manuel sacaba el carbón que picaba su primo Antoñín cuando le cayó un costero. Su primo, el azar es así de caprichoso, se salvó.
El de Manuel Silván será el primer nombre que figure en la placa que el próximo sábado 4 de diciembre Carqueixa y la Junta Vecinal de Santa Marina colocarán, tras una misa, en un sillar procedente de la desaparecida iglesia de Santibáñez de Montes, el pueblo vecino devorado por el carbón y borrado del mapa. Junto a Manuel aparecerán otros siete mineros, como Maximino Silván Silva, otro guaje de 15 años fallecido el 18 de agosto de 1953 en la mina Adonina; Ángel Hidalgo García, picador de 25 años, y Constantino Rodríguez Mañanes, guaje de 14 años que estaba en su segundo día de trabajo, ambos aplastados por un costero el 21 de septiembre de 1955 en un accidente en la Mina Los Pobres del que la familia del adolescente —el padre no quería que fuera minero como él, cuenta su sobrina Obdulia Cendón— nunca habló en casa; Antonio Ñiño Fernández, picador fallecido el 30 de octubre de 1981 en el Pozo Antón Ardura a los 24 años; Juan Antonio Álvarez Viloria, guaje intoxicado por monóxido de carbono junto a otro minero en La Camocha el 30 de agosto de 1985 a los 19 años y en su último día de trabajo antes incorporarse al servicio militar; Dionosio Montero Silván, picador fallecido el 10 de octubre de 1987 en el Pozo Mariángela a los 24 años; y el más viejo de todos y también el último, con solo 31 años y uno de los héroes del encierro en el Pozo Mariángela, Marino Javier Jardino Miranda, fallecido en la mina del pueblo vecino de Cerezal de Tremor, golpeado por una piedra en la sien, el 26 de julio de 1999. Su hermana Rosa, que tuvo que reconocer su cadáver, revive con dolor aquel momento. «Fue muy duro, porque le veías entero, pero yo sabía que por dentro estaba roto», relata. «Lo peor es tener que decirle a una madre que su hijo está muerto».
Y es Melchor Moreno el que pone el último párrafo a este texo: «Ningún padre quiere meter a sus hijos en la mina. El carbón era trabajo, sacrificio y muerte, también alegrías y bonanzas. Pero hay que pasar página, estarle agradecido y dignificar un mundo que ya pasó y que no va a volver, ni queremos que vuelva».