Seis camioneros pueden a una guerra
Los conductores de la caravana con ayuda humanitaria de León se encuentran ya a sólo 600 kilómetros de Ucrania. Está encabezada por un superviviente de la guerra de Angola, su esposa, María, los ucranianos Mykola y Anatoliy y los españoles Juanjo y Óscar; cada uno tiene un mar de razones para cumplir esta misión
Huele a bosque, a bosque rebosante de resina mientras Ucrania muere de la misma manera que se moría en las viejas guerras, con cruentos bombardeos aéreos ciudad a ciudad, pueblo a pueblo, barrio a barrio. La última estación de servicio de Viena antes de entrar en Eslovaquia es el lugar de descanso de seis pequeños héroes. Han recorrido 2.417 kilómetros desde que el domingo partieran de León para transportar casi 80 toneladas de ayuda humanitaria con destino Ucrania. Se lo toman como lo que es, una misión de guerra.
Un rótulo destartalado a la entrada de la gasolinera invita al descanso, algo que todos ellos necesitan tras haber conducido durante 10 horas alternándose a lo largo de esos 2.417 kilómetros. Ya sólo les faltan poco menos de 600 para cruzar la frontera e intercambiar la carga con los vehículos ucranianos que introducirán la comida, la ropa y los productos sanitarios desde la frontera más cercana a Kosice, población de tamaño similar a León y su área metropolitana y casi gemela en población, tradición universitaria y monumentos, catedral incluida.
Pero hoy será algo más. Porque todo ese goteo de ayuda humanitaria que viaja desde León por monótonos paisajes y tierras desconocidas llegará a un punto aún indeterminado de este lugar —la vecina guerra obliga a cambiar los planes a cada hora— y por fin se hará la descarga. En tierra eslovaca, porque no hay otro modo seguro de hacerlo. Los 98 kilómetros que se extienden entre ambos países no eran peligrosos hasta que no muy lejos de la vida tranquila que se presupone en suelo europeo han empezado a avistarse vestigios de convoyes que no han llegado más lejos de lo que hubieran querido, enseres carbonizados, supervivientes que ahora lo cuentan.
Las guerras cambian poco. Carlos Manuel Da Rocha, uno de los seis conductores que encabeza el convoy humanitario de León, nació en Angola, pero a los once años tuvo que huir con lo puesto. Su abuelo trabajaba en el ferrocarril y se trasladó a la colonia portuguesa en busca de ese futuro que cualquiera busca para sus hijos. Pero su vida se truncó cuando se produjo la independencia de estas colonias y tuvo que regresar a Portugal.
«Recuerdo que en mi casa había armas guardadas. Nuestra madre siempre nos repetía que, pasara lo que pasara, nunca contáramos dónde estaban guardadas, incluso si amenazaban con matarnos». La muerte de todos ellos hubiera sido segura si las milicias hubieran encontrado los rifles que conservaban, pero pese a ser sólo unos niños jamás cedieron a las constantes visitas que les hacían columnas de hombres armados hasta los dientes y ansiosos por recuperar un país en aquel momento emergente. «Uno de ellos me apuntó con un fusil en la nuca tras encontrar una cartuchera vacía en casa, pero nunca hablé». Fue valiente. Eso le salvó la vida a él, a su madre, entonces embarazada, a su hermana y a su hermano. Les robaron todo y huyeron de casa con «una bolsa de ropa».
Después de mucho sufrimiento, después de ser detenidos y tras días de incertidumbre lograron salir de África y llegar a un pueblo portugués. «Nos pudieron dejar morir de hambre pero decidieron lo contrario, nos ayudaron a construir una casa y nos acogieron como debe hacer un ser humano». «Un ser humano...». Aquí se le quiebra la voz. Pero ser recompone y bromea: «Yo soy negro y con todo aquello me quedé blanco».
Retoma la conversación su esposa, María Ferrera, también conductora de Transleyca. Lo hace sentada en la cabina del tráiler, donde reserva un delicioso café portugués para las horas muertas. Habla de sus dos hijos, uno de ellos también transportista. Pero rebosa pena cuando se le pregunta por su motivación en este viaje, que no es otra que el hambre. «Yo pasé hambre siendo niña, no hay más que decir».
El pobre español que maneja el ucraniano Mykola Bilyk no impide entender su estímulo para acudir a la llamada del convoy. «Se trata de ayudar a la gente en una guerra; no es una operación, como quiere hacer ver Putin», sostiene. 40 años y padre de dos hijos, Mykola emigró en busca de una vida mejor hace 15 años. Es originario de una población cercana a la frontera con Rumanía, donde hasta ahora los suyos no están sitiados, aunque tampoco pueden llevar vida normal. Falta comida y hay miedo. «Gracias. Gracias de verdad porque toda esta ayuda que traemos es muy importante para la gente de Ucrania».
De aquí también procede Anatoliy Rusev, de 48 años. Nació allí, pero sus padres son búlgaros. En el año 96, cuando las cosas empezaban a cambiar para bien en Ucrania ellos se fueron a vivir a Bulgaria. Pero él no tardó en irse. En concreto cuando el país natal de sus padres entró en la Unión Europea y quiso buscarse la vida en España. Aquí lleva 15 años y el nido familiar lo integran ahora su esposa y sus dos hijos.
Él también tiene claro su objetivo: «Un pequeño gesto para ayudar a proteger sus territorios».
Óscar Martínez Aguirre tiene 49 años y dos hijos adolescentes. Fue uno de los primeros en proponer a la empresa para la que trabaja organizar un convoy humanitario como están haciendo en la localidad catalana donde reside.
Habló con Mar Casas, fundadora de Transleyca, sobre todo para agilizar un trámite que ya había detenido 12 toneladas de ayuda humanitaria en Polonia por la saturación que empieza a haber en los campos de refugiados. Por lo que se buscó la salida eslovaca.
El último, o el primero, es Juanjosé Sanz, 52 años, dos hijos y un motivo: «La humanidad». «Como padre quieres que tus hijos lo tengan todo, y en esta situación de guerra lo importante es que la comida llegue cuanto antes y que esos niños tengan un simple balón para olvidarse del horror que están padeciendo».
Seis camioneros ganan una guerra.