Olimpismo | Juegos de Tokio
Los Juegos más tristes de la historia
Tokio inaugurará el viernes la cita olímpica más atípica: sin público, con atletas y periodistas confinados en burbujas Hay miedo atroz a que el coronavirus explote
Aquella noche tormentosa, Shinzo Abe, entonces primer ministro de Japón, brotó inesperadamente de una tubería verde, vestido de SuperMario. Se quitó el disfraz de un manotazo, saludó con la gorrilla al público y alzó al cielo una bola roja, como si fuese el punto central de la bandera japonesa. Llovía sobre Maracaná con una furia alegre y tropical. El monumental estadio brasileño se convirtió de pronto en un mural de luces y relámpagos.
Los Juegos de Río habían terminado. Tokio 2020 cogía el testigo. Siete años antes, los japoneses habían derrotado a las otras dos candidatas: Estambul y Madrid. Se proponían lucir ante el mundo su imagen de país avanzado, digital, rico, cartesiano y fiable; un país de videojuego. Querían utilizar la gran cita para curar la herida aún sangrante del tsunami y del accidente nuclear de Fukushima.
Se las prometían, ay, muy felices. Un año más tarde de lo previsto, Tokio se prepara ya para acoger sus segundos Juegos. El próximo viernes la llama sagrada volverá a arder en el pebetero y los cronistas narrarán de nuevo las gestas imposibles de los deportistas. Pero no habrá nadie en los estadios para aplaudirles. La villa olímpica, a la que ya han empezado a llegar los atletas, se convertirá en una burbuja casi herméticamente cerrada, mientras los ciudadanos de Tokio seguirán con su vida, con sus preocupaciones y con sus prisas y los contagios continuarán disparados. No habrá color, no habrá turistas extranjeros, no habrá multitudes enfervorecidas. Los periodistas vivirán en un mundo paralelo, vigilados en sus hoteles, sometidos a continuos cribados, sin poder siquiera coger el transporte público o cruzar dos palabras con los lugareños. El nuevo presidente del Gobierno japonés, Yoshihide Suga, ha decidido que dos Tokios diferentes convivan sin mezclarse en la misma ciudad: el olímpico y el real. Hay mucho miedo entre la población y los Juegos, aquellos Juegos por los que tanto lucharon los japoneses en el año 2013, se han convertido de pronto en una presencia incómoda y fantasmal, una pesadilla inquietante de la que les gustaría poder escapar.
Un ambiente extraño
No habrá color, no habrá turistas extranjeros, no habrá multitudes enfervorecidas
La economía respira
La cancelación de los Juegos le hubiera costado a Japón 13.500 millones de euros
Los derechos de televisión son el maná cuatrienal que se derrama sobre el COI. La maquinaria de los Juegos ha alcanzado tal dimensión que no puede frenarse en seco sin provocar un cataclismo. El público en los estadios da ambiente y alegría, pero aporta poco valor económico: los ingresos del COI se nutren de las televisiones (el 70%) y de los patrocinios (18%). Menos del 5% procede de la venta de entradas. Según el instituto de investigación Nomura, la cancelación de los Juegos le hubiera costado a Japón 13.500 millones de euros, y eso sin tener en cuenta la tormenta jurídica que se hubiera desencadenado al romper unilateralmente el contrato con el COI. Kaori Yamaguchi, excampeona mundial de judo y miembro del Comité Organizador de Tokio 2020, lo resumió con una frase lapidaria: «Ahora no podemos parar. Estamos condenados si los hacemos y estamos condenados si no los hacemos».
Los habitantes de Japón, sin embargo, están más preocupados por otras cifras. Los contagios por covid están subiendo a ritmo constante (unos 3.000 cada día), aunque su incidencia a catorce días ni siquiera llega a 20, una cifra ridícula en comparación con la española o con la británica. Con esos datos, hace apenas una semana el ministro para los Juegos, Tamayo Murukawa, anunció que no habría público en las gradas.
Esa decisión puede parecer exagerada, sobre todo en comparación con las imágenes que se vieron en la última Eurocopa, pero tiene una explicación: la vacunación avanza perezosamente en el país asiático y solo el 19% de la población está ya inmunizada. Además, cunde el miedo a que las nuevas variantes desaten un incendio vírico en un país muy envejecido.