el territorio del nómada |
Leoneses con lápiz rojo
POETAS, NOVELISTAS, ACADÉMICOS Y ECLESIÁSTICOS INTEGRARON LA BRIGADA DEL DEGÜELLO DE LA CENSURA ENTRE 1939 Y 1975. DE TODO TUVIMOS LOS LEONESES EN ESTA BANDA DE TACHONES. Y A LO LARGO DE LAS CUATRO DÉCADAS DE DICTADURA. divergente
Una serie de libros de la editorial gijonesa Trea, galardonada como este suplemento con el Premio Nacional al Fomento de la Lectura, nos desvela los intrincados recovecos del garito represor. Tiempo de censura (2008), coordinado por Eduardo Ruiz Bautista, analiza la represión editorial durante el franquismo. La profesora Ana Martínez Rus destapa en La persecución del libro. Hogueras, infiernos y buenas lecturas (1936-1951), publicado en este 2014, la ferocidad de las primeras purgas, que en nuestra ciudad dejaron la hoguera de la plaza de la catedral, donde ardió la biblioteca del Ateneo, y el ‘infierno’ de la biblioteca Azcárate, que echó a las tinieblas buena parte de sus fondos literarios y filosóficos. La gestión tolerante que González de Lama aplicó a esos fondos, enseguida agrupó a los lectores más inquietos de la ciudad. El mismo Lama había sido visitante semanal de la destruida biblioteca del Ateneo, donde la tutela del filósofo Hipólito Romero Flores lo fue dotando de las lecturas que completaron su formación humanística con un sesgo de palpitante modernidad. El informe inquisitorial de Mariano Domínguez Berrueta, que purgó los fondos de la biblioteca Azcárate, revela el desvarío de aquella persecución.
EL TROPEL DE LAS ENMIENDAS
Por último, Letricidio español. Censura y novela durante el franquismo (2014), del profesor Fernando Larraz, hace recuento de las etapas de la represión intelectual e inventario de sus tachaduras. Los primeros censores dependían de la Secretaría General de Franco y fueron sustituidos en el primer gobierno de los sublevados en Burgos por los falangistas adscritos al ministerio de Serrano Súñer: Alfaro, Tovar, Ridruejo, Giménez Arnau y Juan Beneyto (más tarde, decano de la facultad madrileña de Ciencias de la Información) para la censura de libros. Al final de la guerra, esa vigilancia pasó a la Secretaría General del Movimiento. A finales de 1941, el hedillista Patricio González de Canales pasa a detentar la delegación de Propaganda, manteniendo al frente de la censura a Juan Beneyto.
El 16 de febrero de 1942 despidió a la primera plantilla de tachadores y convocó una oposición para proveer el servicio con seis intelectuales de confianza. Entre los caídos figuraban Eugenio Suárez, futuro creador de El Caso, unos cuantos vagos y su jefe, el novelista Darío Fernández-Flórez, que encontró nuevo acomodo al frente de las publicaciones oficiales, en la Jefatura de Ediciones del Servicio Nacional de Propaganda, para descanso entre otros de Pío Baroja, vejado con tenacidad por «cortes, demoras e informes rencorosos» en sus intentos de volver a publicar libros. Darío Fernández-Flórez (1909-1977), bisnieto de Pablo Flórez, el filántropo que da nombre a una de las calles que confluyen en la plaza de la catedral, había sido uno de los delatores que llevó al filósofo Julián Marías a la cárcel en 1939. Enrolado en el ministerio falangista de propaganda, como director de ediciones, compartió unas cuantas sinecuras de menor cuantía con el próspero negocio avícola de una granja de pollos y gallinas ponedoras en Torrelodones. En el ministerio y en la radio, Darío Fernández-Flórez vivaqueó durante más de una década, hasta el ascenso a ministro de Arias-Salgado, que nunca le perdonaría el escándalo precedente de su novela Lola, espejo oscuro (1950). Los censores eclesiásticos se hacían cruces ante aquella manga ancha con un plato tan fuerte para la estricta dieta del Régimen. Pero él sabía en qué cestas había que poner los huevos.
PANERO, YEBRA Y TURIENZO
El 15 de junio de 1942 se incorporan a la tacha seis nuevos censores, que han superado las pruebas encaminadas a garantizar su «desempeño en el mejor de los secretos». Se les advierte que cualquier tipo de publicidad de su condición conllevará la baja automática. Son el poeta Leopoldo Panero, los juristas Liborio Hierro y Carlos Ollero, el endocrino y editor mancomunado de las Completas de José Antonio y segundo marido de Margarita Manso (1908-1960), la fascinante musa del Veintisiete, Enrique Conde Gargollo (1907-1999), José María Peña y el juez Antonio Sánchez del Corral, que concluirá sus días casi centenario como miembro perpetuo del Consejo de Estado.
Pero el tropel de los censores no acaba ahí. Hubo militares (como el golpista Alfonso Armada), académicos (Tovar, Martín de Riquer o Maravall), novelistas (Cela, Agustí, Torrente), publicistas (Ricardo de la Cierva, Pedro de Lorenzo, Fernando Díaz-Plaja o Masoliver), poetas (Ridruejo, Rosales o Vivanco); y más leoneses, como Valentín García Yebra (que tachó de 1943 a 1956) o el filósofo agustino de La Mata de Monteagudo Saturnino Álvarez Turienzo (que manejó el lápiz de 1958 a 1969).
En su actividad censora, Panero se mostró condescendiente y dio de paso a libros a veces prohibidos, como La colmena , de Cela. Yebra «dejó ver un rígido moralismo y una exagerada pudibundez léxica», proponiendo numerosos cortes a novelas de mérito. Lo premiaron con su nombramiento, mediados los cincuenta, como inspector jefe de enseñanza de Toledo. Por su parte, Turienzo actuó como «un moralista despreocupado de cuestiones estéticas». Aunque todos ellos bien mandados y dispuestos a seguir las indicaciones superiores. Habrá que volver sobre los pasos de su labor de poda. El próximo domingo.