EL TERREMOTO, EN PRIMERA PERSONA
La noche que sacudió mi vida en Marrakech y no pude sentir miedo
Fui a Marruecos como turista y como tal cuento esta historia, repasando mis vivencias, lo que vi y lo que sentí cuando la tierra temblaba a una magnitud de 6.8 en el corazón de la Medina. Lo que leéis es mi yo más sincero y subjetivo sin perder de vista una realidad que ha cambiado para siempre la vida de un país entero
Habíamos cenado un tajine de pollo con ciruelas y almendras en uno de los restaurantes de la plaza de Jemaa el-Fna. Llevábamos 24 horas en Marrakech y decidimos dar un paseo sin rumbo fijo por el Zoco para hacer tiempo antes de ir a dormir. Pasaban de las diez y media de la noche cuando entramos en la riad en la que estábamos alojados, en el corazón de la Medina, la ciudad antigua. La gran plaza quedaba llena de gente, en plena ebullición de un viernes que es sagrado para los musulmanes. También en las calles más próximas había mucho trajín. Marrakech nunca duerme del todo, pero nosotros queríamos descansar para la jornada maratoniana que habíamos programado para el día siguiente.
Ya estábamos en la cama cuando la tierra crujió . Despiertos. Inmediatamente me di cuenta de que aquello era un terremoto y, entre la incredulidad y el sobresalto, lo grité. Mi marido ya se había puesto en pie y yo corrí hacia la puerta con la idea de salir al patio, pero me quedé en el quicio. Fuera ya estaban cayendo cascotes de una de las marquesinas del patio interior y bajo ellos, otros dos españoles. Acaban de llegar a la riad y estaban haciendo el check-in cuando el alojamiento se retorció. Los dos corrieron hacia nuestra habitación mientras mi marido repetía «¡Cálzate! ¡Cálzate! ¡Cálzate!». No sé cómo, pero él ya se había vestido.
En pocos segundos éramos cuatro bajo el quicio de la misma puerta y en medio del patio seguía el encargado de la riad. Bajo un árbol, con los brazos levantados en cruz y mirando al cielo mientras llovían tejas y cemento en estado de tierra, aquel hombre no dejaba de decir, en un español perfecto, que aquello nunca había pasado. Sus ojos bailaban entre el desconcierto y el estupor y parecía incapaz de apartarse. Le gritamos y regresó a la sala de la que había salido, en la que una enorme mesa con patas de hierro se levantaba y golpeaba el suelo con cada meneo. Todavía puedo escuchar ese sonido, como un martillo percutor.
Una casa se derrumbó ante nosotros nada más salir a la calle y, por delante, pasó un hombre empujando un carro con varios cuerpos inertes
Las sacudidas eran más fuertes con cada segundo y aquello pareció una eternidad. En ningún momento perdí la calma. Me mantuve bajo el quicio de la puerta, mirando al techo reiteradamente por si se venía abajo y agachada sin quererlo hasta que el primer temblor paró. Entonces, me apuré a cambiar el pijama por ropa de calle y metí los pasaportes, el móvil, el dinero, agua y algo de comida en una mochila. Dejé mi equipaje cerrado y regresé al patio en el que ya había otras cuatro personas. Estaban alojadas en la planta de arriba y bajaron como pudieron las escaleras cuando todo allí se estaba rajando. Los daños en sus habitaciones ya eran visibles, especialmente en los baños.
La casualidad quiso que todos fuéramos españoles y eso ya jugó en nuestro favor para lo que todavía nos quedaba por vivir. Entre todos decidimos que lo mejor era salir de allí, ya que cualquier réplica podía provocar un derrumbe que acabara sepultándonos. Mientras nos organizábamos, hubo otra sacudida más breve y menos intensa. Ahí se precipitó la huida. No había más margen.
Todavía mareada, con una especie de vértigo por el impacto de las emociones que acababa de sentir y algo confundida, salí a la calle. La calle allí era un túnel de unos 200 metros que había que recorrer para ver el cielo, como una ciudad subterránea. Mi mayor temor entonces era que quedáramos bloqueados o aplastados entre la multitud de personas que seguramente estarían fuera.
Salimos y nada más salir ya encontramos la cubierta derrumbada. Atravesamos la maraña de cascotes y vegetación por un agujero y alcanzamos el exterior. Ahí nos quedamos parados. Lo que vimos nos bloqueó durante unos instantes. Una casa se derrumbó ante nosotros y, por delante, pasó un hombre empujando un carro con varios cuerpos inertes tapados con una especie de sábana. Clavé mis ojos en los de una mujer que llegó a aquel punto al mismo tiempo que yo. Desconsolada empezó a gritar con desgarro y se llevó las manos a la cabeza antes de abrazarse a otra mujer que se dirigía hacia ella. Las motos no paraban entre la muchedumbre. Unos iban, otros venían, se empujaban, nos empujaban. Me agarré fuerte a la mano de mi marido y le dije que teníamos que correr. «Pase lo que pase, no me sueltes», me respondió él.
La adhan, la llamada al rezo, acompañó nuestros pasos de vuelta a la riad tras haber pasado la noche en Jemma el-Fna
Tardamos pocos minutos en llegar a Jemaa el-Fna, ya que nuestra riad estaba a unos 500 metros de distancia. Lo hicimos los nueve juntos, los turistas y el encargado del alojamiento, que no se separó de nosotros en ningún momento aunque su mente estuviese con su familia. Buscamos un lugar despejado en una plaza repleta de personas en estado de shock, en la que también había caído el alminar de una mezquita. Quien vivió aquello en la calle lo primero que pensó es que había sido una bomba, por el ruido y la polvareda que se levantó. Esto lo supe después.
Decidimos quedarnos quietos junto a la comisaría que hay en la gran plaza. Allí había más espacio y varios coches aparcados que nos podían servir de cobijo. Al mismo tiempo que sentí que todo había pasado, me entraron ganas de vomitar. Jamás se me pasó por la cabeza que iba a morir o, al menos, así no lo recuerdo. Tal vez estuviera en estado de shock y eso no me dejara. Yo me centré en salir de allí y sentí varias emociones en cuestión de minutos, pero ninguna me pareció miedo. Tal vez desconcierto, ansiedad, agobio, pena e incertidumbre; pero miedo no.
Nos sentamos en el suelo tratando de procesar aquello y la plaza seguía llenándose de personas. Ya sabíamos que esa noche la pasaríamos al raso. Solo yo tenía internet —había comprado una tarjeta SIM en el aeropuerto— y lo compartí con el resto para que se comunicara con sus familias. En España era la una de la madrugada, pero querían enviar un mensaje para avisar de que estaban bien y evitar sobresaltos mayores entre sus seres queridos cuando conocieran la noticia. Nosotros hicimos lo mismo y después dejamos los móviles para conservar la batería. No sabíamos ni cómo ni cuándo iba a terminar aquello.
En las primeras horas, todavía desconocíamos la envergadura del terremoto, aunque sabíamos que era grave. Ya tumbados en el suelo, todos juntos para darnos calor y tapados con las mantas que nos había proporcionado el encargado de la riad, que iba y venía en su bicicleta para estar con su familia y nosotros al mismo tiempo, conocimos las primeras cifras de muertos sobre las tres de la madrugada. Ya se hablaba de más de 290. Ese número golpeó mi estómago como un puño y volví a sentir ganas de vomitar.
Todo Marrakech estaba en la calle. La gente tomó plazas y jardines en busca de lugares despejados para evitar cualquier riesgo en caso de réplicas. Pude dormir a ratos apoyando la cabeza en mi mochila. Cuando no dormía, repasaba las escenas anteriores y preguntaba al resto por las que ellos tenían grabadas. Cada cierto tiempo entrábamos en internet para conocer las últimas noticias; también tratamos de contactar, sin éxito, con el consulado y la embajada. Así hasta las seis de la mañana, que decidimos volver a la riad de nuevo acompañados del encargado. Si en ese tiempo hubo réplicas —después he sabido que sí— nosotros no las sentimos.
Envueltos en las mismas mantas que nos habían abrigado —a las cinco de la madrugada la temperatura ya era muy baja— regresamos al alojamiento. Por el camino encontramos destrucción, silencio y ya algún comercio de la plaza en disposición de abrir. El minarete de la mezquita que nos quedaba de paso había aplastado una camioneta y la calle ya había sido despejada de los escombros de la casa que vimos caer unas horas antes. También en la riad habían limpiado el patio.
Conocimos las primeras cifras de muertos sobre las tres de la madrugada. Ya se hablaba de más de 290. Ese número golpeó mi estómago como un puño
Nos cambiamos de ropa, cargamos los móviles y desayunamos algo después de repasar los daños provocados por el seísmo. Todo estaba en calma, pero nada parecía seguro ante una posible réplica. Teníamos claro que allí no podríamos seguir. Llamamos a nuestras familias, llamé al periódico para contar la historia y seguimos intentando contactar con la embajada en hasta cuatro números de teléfono diferentes. Solo respondieron en uno en Rabat para decirnos que debíamos llamar a Marrakech. Me enviaron un mensaje de texto al móvil con el contacto después de que les dijera que no tenía donde apuntar. Esa fue la aportación oficial. Nada más, ni una sola comunicación ni una alerta ni más información. Incluso nuestras familias intentaron, con el mismo éxito, contactar con alguna fuente oficial desde España. Nada.
Cuatro de los españoles con los que pasamos la noche decidieron irse al aeropuerto. Su vuelo salía a las cinco de la madrugada, pero prefirieron esperarlo allí. Nosotros y la otra pareja no nos íbamos hasta el lunes y buscamos un hotel en Gueliz, la zona nueva de Marrakech, a dos kilómetros de donde estábamos, fuera de la Medina.
En ningún momento pensé en adelantar la vuelta a casa y mi intención siempre fue regresar a la ciudad antigua en cuanto fuera posible. Y así lo hice 19 horas después del gran temblor y todavía sin dormir. Lo intentamos a mediodía, pero el mínimo ruido nos sobresaltaba. Seguíamos en alerta como todo Marrakech. A la luz del sol no se notó tanto, pero ya al caer la noche, las mantas tapizaron de nuevo el suelo de plazas y jardines. Mucha gente seguía con miedo y decidió pasar otra noche al raso. Otros solo tenían esa opción tras haberlo perdido todo.
Mucha gente seguía con miedo y decidió pasar la segunda noche al raso. Otros solo tenían esa opción tras haberlo perdido todo.
Sorprendentemente, la Medina había recuperado buena parte de su vida habitual cuando volvimos a pisarla. Paseamos, otra vez sin rumbo fijo, por un laberinto de calles estrechas que habían quedado marcadas por la tragedia. En lo que el viernes era una casa y después un montón de escombro escuchamos un vocerío y vimos a un grupo de hombres y militares tratando de sacar un cuerpo. No supimos si vivo o muerto, porque sin decírnoslo nos invitaron a seguir caminando. El día después del terremoto que cambió para siempre Marruecos pasó sin más sobresalto, tratando de procesar lo vivido.
La mayor tristeza la sentí el domingo. Sospechaba que La Mellah, el barrio judío de Marrakech, iba a ser la zona más afectada y no me equivocaba. Dejé de ser turista para hacer caso a mi vocación y me metí entre un grupo de mujeres que gritaba desconsoladamente en la place Des Ferblantiers. Alrededor, decenas de personas que habían convertido los soportales en su refugio. Solo tenían mantas y alguna mochila. No les quedaba más. Gritaban porque hasta allí habían llegado varios representantes de la administración marroquí que estaban repartiendo algún medicamento y algo de comida. Un grupo de niños se arremolinó en torno a una de ellas, que lanzó chocolatinas al suelo como quien tira migas de pan a la palomas. Todos corrieron detrás.
La desesperación se masticaba. La población estaba intranquila ante alguna visita importante y había mucha policía. De repente, decenas de personas atravesaron la plaza corriendo en una misma dirección: el palacio real. «¡Qué viene el rey!», dijo el camarero del bar en el que me había sentado. Corrí tras ellos, pero el rey nunca llegó. La gente se apostó a la puerta del palacio entre cánticos y quejas. Pude saber que estaban «reclamando sus derechos», según me dijo uno de los presentes entre el inglés y el francés.
«No tienen donde dormir, no tienen para comer, no tienen nada y piden ayuda», dijo también. Los vehículos policiales atravesaban la masa de gente de manera agresiva para deshacer el grupo y varios agentes pegaron a un hombre en muletas que acabó tumbado en el suelo. Ya allí, volvieron a golpearlo.
Cuando regresé a la place Des Ferblantiers algunas mujeres se estaban peleando y el llanto desconsolado de otra más joven me advirtió de que algo pasaba. De una de las casas caídas salía una camilla con una persona muerta envuelta en una tela roja. Ahí lloré por primera vez. Esa gente había vuelto a nacer para vivir en la más absoluta miseria y habiendo perdido familia. Nada me pareció más cruel.
Esa gente volvió a nacer para vivir en la más absoluta miseria y habiendo perdido familia. Nada me pareció más cruel
Además de cascotes, en la calles heridas de la Medina de Marrakech también había montones de cerámicas de colores rotas en trozos infinitos, las de las tiendas que se habían visto afectadas por el sismo. Me detuve en uno de ellos para hacer algunas fotos y sin buscarlo lo encontré. En aquella montaña de loza hecha añicos, había un pequeño cuenco intacto, sin un arañazo. Tal vez fue casualidad o suerte o el destino.