El día del adiós al hospicio
Una maleta de cartón con unos calzoncillos, una camiseta y unos calcetines es todo lo que llevaban muchos hospicianos el día que, al cumplir los 18 años, dejaban el orfanato. Agustín Molleda lo novela en su libro ‘Extramuros San Cayetano’.
ana gaitero | león
«_¿Da su permiso?_ pidió autorización en voz baja.
—Pasa, pasa— le contestó el jefe de la tropa religiosa.
La visita duró un minuto. El tiempo que tardó en decirle que embalara sus pertenencias en una maleta o caja de cartón y que abandonara de inmediato el colegio. Ni siquiera le dejó respirar. Es más, le abroncó por llorar».
Así se las gastaban los Terciarios Capuchinos con los jóvenes, al menos con algunos, cuando llegaba la hora de su ‘licenciatura’ en el hospicio. Lo cuenta Jacinto, uno de los personajes de la nueva novela de Agustín Molleda, Extramuros San Cayetano, segunda parte de su incursión en la memoria histórica de un centro marcado por las sombras, al menos durante la década en que su gestión fue encomendada por la Diputación provincial a la orden religiosa originaria de Valencia.
En ‘E-83 San Cayetano’ sacó a la luz las miserias e injusticias sufridas por una generación de niños y adolescentes en el hospicio leonés de San Cayetano. Una novela en la que dio voz, sin poner nombres, a los niños que durante los diez años en que el hospicio fue gestionado por los Terciarios Capuchinos fueron víctimas de malos tratos e incluso abusos sexuales.
En Extramuros San Cayetano rescata las historias de los jóvenes que, al cumplir la mayoría de edad, tenían que abrirse paso en la vida «con una mano delante y otra detrás». Agustín Molleda, uno de los miles de niños y niñas acogidos en la institución a lo largo de sus dos siglos de historia, tira otra vez del hilo y reconstruye la memoria de aquellos muchachos.
Molleda es la primera persona que pone negro sobre blanco una triste historia que vivió en primera persona y que no ha sido reconocida oficialmente, pero en la que se ven reflejados antiguos acogidos de su generación.
Su pluma, con la que cubre la aspiración frustrada de dedicarse al periodismo, ajusta las cuentas con un pasado que «yo ya tenía superado y por eso me he podido enfrentar a ello».
De nuevo, el escritor ha recurrido a la novela y al periodista ficticio del Diario de León para narrar las peripecias de Servando Expósito, Antonio, Andrés, Emilio, José, Agudo y Tejedor, Santiago, Julio José, Gerardo, Guerrero, Molinero...
Unos personajes que «sin pelos en la lengua destacan ante el reportero las trampas y los sinsabores padecidos para: esconder su pasado, buscar trabajo, encontrar a sus progenitores, formar su propia familia», apunta el autor.
Algunos se quedaron en el camino. Pero todos querían saber de dónde venían. «Conocer a la madre que les parió», reconoce el autor. Saber quienes eran sus verdaderos padres y, sobre todo, madres se convirtió en uno de sus retos al salir de la institución.
La mayoría tenían pistas de las que tirar. O lo sabían sin dudarlo. Algunos llevaban los apellidos de sus abuelos. Había de todo. También quienes nunca llegaron a saber de dónde venían, como Melero, otro de los personajes que, en una carta que le entrega al periodista, muestra con amargura, y vomitando sus complejos —se ve un adefesio— todo el rencor que guarda hacia su madre anónima. Nunca la encuentra pero lleva encima esa carta.
—Mire señor periodista —me interrumpió— mi familia de sangre era de ficción. Me incubaron en un vientre maldito. Un vientre que parecía un desaguisado—
—¿Por qué dices eso?—
—Porque a estas alturas no sé quién era mi madre y mucho menos mi padre. Es como un misterio. A los sitios que recurrí siempre me dieron la espalda... O la callada por respuesta.
Es la generación que entre 1955 y 1965 vivieron bajo el yugo de los Amigonianos y que, hacia mediados de los años 60, cuando los Jesuitas toman las riendas dicen adiós al orfanato, pero salen huérfanos de familia y de referentes en la vida.
La pensión de doña Valentina es uno de los refugios que encuentran muchos de aquellos jóvenes. En la fonda, cuyo nombre real no desvela, se les daba habitación sin pedir nada a cambio mientras encontraban trabajo, como cuenta el personaje de Servando Expósito. Andando el tiempo, cuenta Molleda en el libro, la Diputación provincial habilitaría una casa hogar para acoger a estos jóvenes mientras encauzaban su vida extramuros del hospicio.
—¿Y cuanto tiempo podías quedarte allí?
—Dos meses. Aquello era provisional—
—¿Y luego?—
—Pues a buscarnos la vida en una pensión— cuenta de nuevo Jacinto, quien pasaría por varios trabajos antes de convertirse en barrendero municipal gracias a un enchufe.
Reencontrarse con sus raíces biológicas era un ansiado objetivo vital de aquellos muchachos. Muchas veces se convirtió en un mal trago. «El momento había llegado lo mismo que el hombre había llegado a la Luna por increíble que pareciera», apunta el personaje que abre esta novela coral cuando se encuentra ante la figura de su padre con la ayuda de un vecino del pueblo. La madre, una joven soltera a la que había dejado embarazada, murió a los pocos meses de dar a luz después de ser obligada a abandonar a la criatura en el hospicio para tapar el honor de la familia.
Las madres, ni las mujeres en general, no salen muy bien paradas en este relato. El personaje llamado Molinero pone de manifiesto el rechazo que llegan a sentir algunos por su familia biológica y en particular por la madre, una vez que descubren quiénes son verdaderamente. Son ellos los que no quieren reconocerlos oficialmente:
—¿Por qué?— pregunta el periodista que hace de narrador.
—Porque no se lo merecían. Que me hubieran criado entre sus pechos, como era su obligación, ¡coño!—contesta Molinero.
No fue una vida fácil la de los cayetanos. Algunos dotados para los estudios acaban por caminos muy diferentes. Uno como director de un conocido banco, otro, que despuntaba como pintor, como vendedor ambulante de mercaderías tras ser despedido del taller por robar sus compañeros.
La nueva novela de Molleda (Bercianos del Real Camino, 1949) arranca con la carta de uno de los primeros jesuitas que llegaron a la Ciudad Residencial Infantil San Cayetano a finales de 1965. Su relato, dirigido a la familia de un antiguo acogido al fallecer éste, pone de relieve los cambios y el nuevo espíritu de la dirección del centro cuando llegaron los jesuitas. Aquellas navidades hubo regalos de reyes y ropa nueva para los muchachos y, a mayores, entrada gratis en el campo de fútbol para ver los partidos de la Cultural.
El jesuita, hijo del diputado provincial que se ocupaba del hospicio en aquellos tiempos, relata cómo los nuevos gestores fueron presentados a los niños y adolescentes acogidos por el mismísimo presidente de la Diputación.