LA AVENTURA DE LOS DESVANES
Los ‘juguetes’ insólitos del leonés Pepe Muñiz
Pepe Muñiz es un personaje leonés tan insólito como los objetos que colecciona
Una momia, un ataúd de alquiler, un armero de cura, el sagrario para hacer exorcismos, una máquina conventual para hacer fideos, la mano de madera de un agricultor manco, el corsé de hierro con el que enderezaban a los niños canijos en el hospicio, un raro calentador de cama, un caballo de cartón que era parte del atrezzo de un fotógrafo de Valencia de Don Juan...
Son algunos de los ‘juguetes’ de Pepe Muñiz , un niño al que las décadas que lleva en las espaldas no le han quitado la sonrisa de la boca ni la curiosidad de los ojos y que colecciona amorosamente objetos que pertenecen a otros tiempos y que adquieren un significado misterioso en el presente digital.
Un afán que llena los placeres y los días de su vida y que pudiera ser una herencia de su abuela Agustina, que fue anticuaria, al igual que su padre y bisabuelo de los Muñiz. Agustina Alique Chiloeches era de Alcalá de Henares y llegó a León porque su marido, Sixto Muñiz, que era militar, fue destinado a la plaza legionense. La vida de este hombre, uno de los últimos de Filipinas, que también luchó por la patria en las guerras de África y fue topo durante ocho años, al estar perseguido por el régimen franquista, también ha dejado impronta en el espíritu aventurero y misterioso de Pepe Muñiz.
El viaje por este puñado de tesoros que ha rescatado de los desvanes y tiendas de anticuarios es sólo una muestra de su inabarcable colección de lo insólito, muchas de cuyas piezas son dignas de museo. Para iniciarse en esta aventura nada mejor que convocar al pasado con una llamada.
El timbre del desaparecido Instituto General y Técnico de León, más tarde Instituto Padre Isla, es el encargado de traspasar esta puerta al pasado con su sonido muerto. Este objeto es el único vestigio que queda del edificio inaugurado en 1917 y demolido por orden gubernativa en 1966. Gemelo del Palacio de Cibeles de Madrid y también obra del arquitecto Oriol, estaba situado en calle Ramón y Cajal de León, donde hoy se encuentra el IES Juan del Enzina. «No ha quedado de él nada, ni una piedra, únicamente el timbre que señalaba el final de las clases o el comienzo», apostilla Muñiz. Lo guarda como oro en paño en una época en que las lamentaciones por aquel derribo pueblan los libros de arquitectura local.
La noche en que a Pepe Muñiz y a unos amigos les vieron desfilar con un ataúd por el barrio de Santa Ana también debió parecer de otro tiempo y fue tan solo hace unos meses. El cortejo fúnebre iba de vacío. No había muerto. Llevaban a hombres un singular féretro que iba a engrosar el muestrario de sarcófagos del coleccionista.
El ataúd proviene de una funeraria de un pueblo de León, una especie de corresponsal de la de la capital, y su valor radica en el peculiar uso que tuvo para proporcionar «entierros dignos». «Este de tamaño grande de madera, que tendrá unos cien años —no como los de ahora que son de aglomerados o hechos en molde— bellamente adornado, se usaba para alquilar a gente que no disponía de dinero pero que deseaba una buena presencia del difunto y honras fúnebres».
Pepe Muñiz tiene el don de reconstruir las vidas de sus objetos. Cuando compra una antigüedad, más que lo material aprehende su historia. O la leyenda... Puede parecer fácil imaginar la vida del ataúd de alquiler, pero hay que ser Pepe Muñiz para relatarla con su gracia y misterio. «Llegada la hora, en el cementerio se sacaba al inquilino y se le depositaba en la propia tierra, costumbre en todos los pueblos».
Confiesa que adquirió este ataúd para su propio uso. «Lo he probado, aunque me queda un poco estrecho. Pero así me ahorro el tener que pagar a una mutua mes tras mes, año tras año. De golpe, por 150 euros, ya tengo el asunto resuelto», dice sin reparos. En su colección de objetos insólitos figuran otros tres ataúdes, «uno blanco de lujo, otro de niño más modesto y otro hecho simplemente con madera de cajas de fruta, para los más pobres».
Sin abandonar el repertorio mortuorio, saca las calaveras de bueyes portugueses, una raza singular que alcanza «más de mil kilos de peso» y que aparte de las labores agrícolas son usados para arrastre de barcas y algas en las playas. «Entre cuerno y cuerno tienen una envergadura de más de un metro y es raro verlos tan bien conservados», apostilla.
A mediados del siglo XIX y al hospicio conduce el corsé ortopédico de hierro que se usaba para «enderezar a los niños canijos». Pertenecía al departamento de Enfermería del antiguo hospicio Obispo Cuadrillero del año 1793, ubicado en la manzana de Santa Nonia e Independencia, donde están el edificio de Correos, el Conservatorio, la Bilioteca Pública y el Instituto Leonés de Cultura. «A estos niños también se les solía llevar a la cueva de Valporquero (al baño de los canijos)». Cuenta Muñiz que a estos niños «se les sumergía en un cestillo atados con cuerdas, en el agua fría, al tiempo que se realizaban ciertos rituales religiosos de fe y esperanza como era el encender una hoguera en la que se quemaban plantas aromáticas, entre ellas el espliego. Si la hoguera no se apagaba era señal de que el niño podía recuperarse, con esta jaculatoria: Santísima Virgen María. que moras en las alturas, buena jugada nos has hecho, que nos has mandado un malhecho. Oh Virgen ponle remedio para que crezca sano y derecho». La cueva de Valporquero se descubrió en los años 20 del siglo XX, así que es muy probable que el lugar de la inmersión de estas prácticas, si existieron, fueran cambiando con los tiempos.
Parece una guillotina, pero en realidad es una máquina de hacer fideos. Es otro de los juguetes que posee Pepe Muñiz en su insólita colección de anticuario. La imprescindible pasta para la sopa del cocido se empezó a hacer con este utensilio ambulante que hacía paradas en casas y conventos. El ejemplar que posee Pepe Muñiz es del mediados del siglo XIX y es «muy raro o rarísimo de ver en museos».
Los maniquíes que pertenecieron a un comercio de León de los años 40-50 y servían para exponer la ropa de mujer son otra de las rarezas que atesora el coleccionista de lo insólito. Estos objetos que simbolizan la belleza contrastan con el estupor o el espanto que produce una momia que convive en la misma habi.
«Lo de la momia es un asunto que de momento está estudio, sub iudice», dice con misterio al intentar explicar de dónde ha venido y por qué está en su particular museo. «That is the question», sentencia, antes de apuntar a la principal pista: «Se dice que fue utilizada para una película de terror de los años 50».
Y es que la realidad y la ficción se dan cita en los misteriosos viajes que realiza Pepe Muñiz a través de los objetos que colecciona. Real como la vida es el «brazo o mano ortopédica de un agricultor manco de principios del siglo XX o antes» que se remata con la herramienta de trabajo. «El hombre se las ingenió para poder seguir segando con la hoz», reflexiona al señalar que «era un manco leonés de la España pobre, un ingenio increíblemente bien hecho».
De imaginación y creatividad había que tirar para calentarse en tiempos en que sin haber crisis de gas el frío arreciaba en invierno. Un raro calentador de cama de los primeros años del siglo XX es otro de los ‘juguetes’ del coleccionista. «En aquellas épocas de grandes nevadas y casas sin calefacción. sobre todo en los medios rurales, la gente se las ingeniaba para estar caliente en la cama, sobre todo en la matrimonial». El utensilio «se metía dentro de la cama y hacía una especie de iglú. Tenía una base metálica y dentro se metía una olla de hierro con ascuas encendidas. Una vez calentada la cama se retiraba o no».
Una pandereta de «hace mil años, que me parece un fósil» y el caballo de cartón de un fotógrafo de la zona de Valencia de Don Juan, que data entre los años 1930 y 1940, son otros de los objetos que selecciona para mostrar su vocación por lo insólito. El fotógrafo iba por los pueblos para hacer fotos de carné, bodas, del difunto o de cualquier acontecimiento. «A una bicicleta ataba el caballo y encima de este iba el trípode con la máquina y los telares de fondo. El caballo era para que montasen los niños o militares sin graduación. Así era la vida sencilla y de ilusión», explica.
Entre la cruz y la escopeta sitúa el viaje por lo insólito el armero de un cura cazador de mediados del siglo. Un mueble de madera en el que se colocaban las armas y que está rematado por un crucifijo de madera, como si fuera un confesionario. Los tiros quedaban bendecidos.
El peso de la religión en la vida pasada queda reflejada en la colección que cuenta con un sagrario del cura exorcista. «Pertenecía a un cura de un pueblo de León situado en el Camino de Santiago, que tenía autorización para hacer exorcismos». En el interior guardaba parte de los elementos necesarios para el rito. Estolas, cruces, bonete y un librito en pergamino, de 1700, completan el sagrario del cura exorcista. Entre los exorcismos que contiene este libro tan difícil de abrir como de leer está el rito para expulsar las lombrices. Y es que la fe movía montañas, aunque las lombrices fuera desahuciadas por métodos más científicos.
El coleccionista de lo insólito asegura que «el afán de guardar, de conservar amorosamente no es signo de apego codicioso a las cosas o al valor pecuniario que representan, antes bien es prueba de respeto por lo que se ha utilizado, por lo que forma la historia de nuestra vida o la de los hombres que nos precedieron. Lo que antes era normal o cotidiano ahora nos parece asombroso o inaudito». Son sus juguetes.