Diario de León
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Emilio Silva presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Historica
León

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H ace quince años un grupo de familiares se fotografiaban en una cuneta a la entrada de Priaranza del Bierzo. Junto a unos frondosos nogales, en el ángulo formado por la intersección de dos carreteras, los testigos señalaban el lugar donde 64 años antes habían sido enterrados los cuerpos de trece civiles. En la noche del 16 de octubre de 1936 habían sido dirigidos hasta allí con un camión. Fueron asesinados a bocajarro en la misma cuneta donde la familia de uno de ellos, Emilio Silva Faba, trataba más de seis décadas después de encontrar sus restos y enterrarlos dignamente.

Tras el final de la dictadura franquista se llevaron a cabo decenas de exhumaciones de fosas por todo el Estado español. Los familiares, sin técnicas científicas que los apoyaran, recogían con su amor y su memoria los restos de sus seres queridos para trasladarnos a un cementerio y poder honrarlos dignamente, como llevamos haciendo desde hace cientos de miles de años en el suelo de esta península.

Pero en Priaranza del Bierzo ocurrió algo especial. Por un lado, la labor llevada a cabo por un grupo de cuatro arqueólogos, una antropóloga forense y un médico forense. Por otro, porque allí se encontraron los restos del primer desaparecido de la represión franquista que sería identificado mediante una muestra de ADN. Y por último, el inicio de un movimiento social que nació del encuentro de varios familiares de desaparecidos, que convirtieron en sus conversaciones, alrededor de la fosa, un problema privado en algo público.

Desde entonces la labor de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) ha sido constante en la búsqueda de cientos de hombres y mujeres desaparecidos y en la apertura de un debate acerca de la relación de la sociedad española con su pasado que ha llego a las más altas instancias de los Derechos Humanos. En agosto de 2002, poco después de la exhumación de una fosa común en Piedrafita de Babia, la ARMH presentó ante el Alto Comisionado de los Derechos Humanos con sede en Ginebra los casos de 64 desaparecidos y esa fue la punta de lanza de un proceso que ha seguido en estos años.

Junto a la fosa de Priaranza del Bierzo, un nieto apoyado en un árbol hablaba de lo que podía significar ese momento y utilizaba la metáfora de que aquello podía ser un agujero en el silencio. Allí se tejió un hilo de la memoria que ha ido hilvanando miles de historias; la de Isabel González, de Palacios del Sil, que murió en julio de 2006 sin haber podido encontrar a su hermano Eduardo; la de Vicente Moreira, un niño de la guerra que regresó de la entonces Unión Soviética y hasta el año 2001 no pudo encontrar los restos de su madre; la de Senén García, de Fresnedo, que repetía y repetía una frase mientras los arqueólogos hacían delicadamente su trabajo: «Todo lo que brota lo cortan, todo lo que brota lo cortan»; la de tantos hombres y mujeres que lloraron y recordaron bajo sus almohadas, que nunca pronunciaron el nombre de sus seres queridos desaparecidos con otro tono que no fuera un susurro, con otro sentimiento que no fuera el miedo, con otro pensamiento que no fuera el de la tristeza, el de la angustia, el de no saber qué había ocurrido con sus padres o sus hermanos y si podrían morirse con el descanso de haberlos encontrado y enterrado con dignidad.

La ARMH ha recibido en estos años la ayuda de más de 700 voluntarios; hombres y mujeres llegados desde más de veinte países, personas que pueden escribir con letras mayúsculas la palabra solidaridad, que han puesto su esfuerzos, sus recursos, sus emociones al servicio de los familiares a los que la política nunca ayudó, a los que las instituciones nunca les abrieron una puerta, a los que ningún Gobierno les dijo con firmeza que en un país democrático los derechos humanos se garantizan y no se subvencionan, se facilitan o se abandonan.

Los voluntarios de la ARMH han visto mucho miedo en muchos ojos, en muchos silencios, en muchas frases entrecortadas a punto de enunciarse, en muchas bocas cerradas, en muchas manos que se retuercen antes de que los labios dejen salir un hilo de voz, en miradas para comprobar si las ventanas y las puertas están cerradas. Miedo que dura, que se mantiene, que no se erosiona con el paso de los años porque de «esto» no se habla, porque es mejor callar, porque alguien decidió que a nuestra democracia le convenían miles y miles de ciudadanos y ciudadanas asustados.

Los quince años de labor de la asociación han servido para conocer más verdad, para construir algo de justicia, para iniciar el camino hacia una reparación. Pero todavía hay muchos políticos que no entienden, capaces de hacer que no entienden que alguien quiera enterrar dignamente a un ser querido, de decir que eso reabre heridas, que despierta rencores.

La memoria cura, sana, repara; la memoria es un deber de las sociedades democráticas para recordar a quienes tantos sufrieron al servicio de la democracia. La memoria se contagia, se transmite, salta de un cerebro a otro, de unos ojos al informe de un arqueólogo o de la pantalla de un ordenador a la mirada de un joven.

En estos quince años la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica ha curado muchas heridas, ha reparado mucho daño, ha cuidado de mucha gente en un Estado que no quiere que se sepa qué ocurrió, a quién ocurrió y quién lo hizo. La memoria es como las ideas; imposibles de matar. Por eso, hasta que la sociedad no construya justicia para los familiares de los desaparecidos del franquismo, la sociedad seguirá reclamando humanidad y justicia.

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