LA GAVETA
Manuel Cuenya
Nació en uno de esos hermosos fines del mundo que tiene el Bierzo. Esas tierras donde las casas poco a poco van desapareciendo, y los cultivos, y las colmenas también, y lo que surge es la peña, el monte, la pizarra, la distancia, los osos, los urogallos, los bosques y el olvido. El gran olvido verde donde nacen los cuentos y donde nace el silencio.
Manuel Cuenya es feliz en esos lugares fronterizos entre la civilización y Gistredo; entre el sí y el no, entre el hombre y la nieve. Un paisaje que siempre acaba convirtiéndose en una fuente. Noceda es la tierra de las fuentes y Cuenya las conoce todas, ha pasado muchos ratos junto al agua, en la soledad y las palabras.
Pero él también es el hombre que deambula por las calles de Vancouver, la remota ciudad canadiense del Pacífico y el hielo. El viajero que mira el Atlántico marroquí en Essauira, la urbe árabe donde las gaviotas siguen siendo portuguesas.
Cuenya paseando por las calles del centro de Buenos Aires, bajo la sombra de Borges o de Cortázar. Cuenya en las bellas ciudades europeas, la patria de los cafés con periódicos, violinistas y croissants. Donde florecen los escritores raros, que suelen ser los mejores. Y las bellas mujeres que habitan la mejor provincia del mundo.
Él es escritor, cuenta esos mundos. Combina los dos marcos: habla de Nueva York y habla de Colinas del Campo de Martín Moro Toledano. Con la misma naturalidad, con las mismas armas de la observación y el vagabundaje. Con ese estilo suyo de ser un niño grande que va por el mundo. El mundo, que es un inmenso juguete.
Manolo convierte sus viajes cortos o largos en un racimo de páginas frescas, en una calle de palabras, en un parque con adjetivos y una estación del ferrocarril con verbos; las plazas sustantivas.
Es el vivir, es el ser. Cuenya camina por el mundo, cuenta, evoca, sugiere, es feliz escribiendo y se le nota. Cuenya tiene lo principal: la mirada limpia, la inocencia del hombre bueno. Luego lo junta todo en su fragua de Furil, el lugar desde el que contempla la vida, y lo convierte en un libro. Y en libertad.
Él sabe muy bien que no se puede ser cosmopolita sin ser de un lugar, arraigadamente. Es imprescindible una atalaya concreta, querida y firme. En Cuenya es Noceda y es el Bierzo. Desde ahí escucha y reflexiona. Y cuenta lo que del planeta conoce, que ya es mucho.
El resultado es el juego de lo próximo y de lo lejano. Polos que se acaban fusionando en un país literario que dialoga consigo mismo en las páginas de su libro.
Y mientras el libro zarpa, Cuenya prepara su próximo viaje. O ya está viajando. El destino siempre es Noceda pero la ruta bien puede pasar por la India o Mozambique.