Reivindicando los clásicos
Atento y diligente lector. Mañana se conmemora el llamado Día del Libro o Día de las Letras, celebración que, aunque con cambio de fecha, data de 1926, hace casi un siglo, recordando el nacimiento de Miguel de Cervantes Saavedra. Buen momento es este, y cualquier otro en verdad, para aconsejar y a la vez reivindicar la lectura de los clásicos, inexplicablemente postergados en las enseñanzas preuniversitarias y cada vez más olvidados por la generalidad de los lectores. Los innúmeros y variados beneficios que aporta son incontestables y evidentes, como en efecto ponen de relieve los autores que para ello he elegido:
Escribe Arthur Schopenhauer (El Amor, las Mujeres y la Muerte, 1819), que «no hay mayor goce espiritual que la lectura de los antiguos clásicos: su lectura, aunque de una media hora, nos purifica, recrea, refresca, eleva y fortalece, como si se hubiese bebido en una fresca fuente que mana entre rocas. ¿Es por las lenguas antiguas y su perfección o por la grandeza de los espíritus, cuyas obras nos han remitido en todo su vigor a través de millares de años? Quizá por las dos razones. Pero sé lo que amenaza si se interrumpe el estudio de las lenguas antiguas: vendrá una literatura nueva, tan bárbara, necia e indigna como nunca haya existido». Y Pedro Salinas (El Defensor, 1948), que «leer los clásicos no es imperativo tan sólo por el valor de la sustancia humana que contienen, sino porque ese contenido está irremediablemente unido a la forma lingüística en que nace, y que es una y la misma cosa que ella. Leer con atención profunda los clásicos es entrar en contacto con gentes que supieron pensar, sentir, vivir más altamente que casi todos nosotros, de manera ejemplar; y darnos cuenta de cómo ese pensar y ese sentir fueron haciéndose palabra hermosa. Los clásicos son una escuela total; se aprende en ellos por todas partes, se admira lo entrañablemente sentido o lo claramente pensado, en lo bien dicho. Y cuando nos toque a nosotros, en nuestra modesta tarea del mundo, la necesidad de hacer partícipes a nuestros prójimos de una idea o de un sentimiento nuestros, esos clásicos que leímos estarán detrás, a nuestra espalda, invisibles pero fieles, como los dioses que en la epopeya helénica inspiraban a los héroes, ayudándonos a encontrar la justa expresión de nuestra intimidad». Por su parte Hermann Hesse (Lecturas pasa minutos, 1971-1975), nos dice que «un libro antiguo es siempre consolador. Su voz, llegada desde la lejanía, podemos escucharla o no, y cuando de pronto relampaguean palabras poderosas no las tomamos como las de un libro de hoy, de un autor llamado tal y cual, sino como de primera mano, como un grito de gaviota o un rayo de sol». Y añade algo de gran interés que en ocasiones pasa desapercibido: «no menos importantes que las interpretaciones que los pensadores actuales hacen sobre el mundo y la época son, para el presente, las reediciones, reelaboraciones y antologías de la antigua literatura de calidad. La forma como una generación administra la herencia intelectual es uno de los más importantes síntomas de la cultura».
Quizás te preguntes que es en realidad una obra clásica; cuáles son sus elementos o características que la definen o identifican como tal. No he encontrado mejor respuesta que la que da Darío Villanueva (Los trabajos y los días, 2020): «una obra determinada alcanza la condición de clásica mediante un complejo proceso que no resulta fácil objetivar. Se trata, en definitiva, de la adhesión de los lectores a ella de forma constante, sin fronteras espaciales o temporales. Igualmente, para ser clásico hay que superar las barreras lingüísticas, históricas y culturales: seguir hablándoles de temas que les conciernen a los hombres y mujeres nacidos en lejanos países varios siglos después de que el escritor escribiera su obra. Pero también tiene mucho que ver, en el reconocimiento de un clásico, la actitud hacia la obra así considerada por parte de los otros escritores, de los grandes académicos, de los más reconocidos eruditos, de los críticos en verdad influyentes. En los clásicos está lo mejor de la creatividad humana de todos los tiempos expresada a través de la palabra».
Odisea, Arte de amar, Etimologías, La Divina Comedia, Elogio de la estupidez, Gargantua y Pantagruel, Don Quixote de la Mancha, Fausto o Guerra y Paz son buenos ejemplos de ello. Homero, Ovidio, Isidoro de Sevilla, Dante, Erasmo de Rotterdam, Rabelais, Cervantes, Goethe y Tosltoi, avalan la ya de por sí certera frase de Cicerón: «si cerca de la biblioteca tenéis un jardín, ya no os faltará de nada». Reivindicando los clásicos…