Diario de León
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Opinión | manuel sierra

cura párroco de fabero

En Fabero, estos días, la calle está caliente, por más que el mercurio se obstine en lo contrario. El fino cabello que sostiene la espada de Damocles que se cierne sobre su futuro, da la impresión de resquebrajarse sin remedio. Nadie que goce de la necesaria lucidez puede sentirse indiferente ante la magnitud la problemática planteada. Lo que hoy es tristemente noticia, constituye el resultado de invertir términos hasta pretender que los sofismas parezcan silogismos. La ley y la legalidad constituyen, es verdad, un conjunto de cánones y de valores que miran a garantizar la convivencia en sociedad. El principio de equidad -virtud moderadora de la ley-, fue acuñado por los finos juristas de la Roma clásica. Cuando se pervierte, es fácil derivar en la afirmación, propia del definitivamente fracasado marxismo, que tiende a justificar los medios en función de los fines. El instrumento de convivencia, que es la ley, se convierte en contundente objeto arrojadizo que, lejos de garantizar el bien común, provoca el caos. Máxime cuando no únicamente los medios, sino incluso los fines, son declaradamente espurios.

La judicialización de la vida pública constituye una cesión implícita a la negación de la separación de poderes, que es uno de los fundamentos inamovibles del estado de derecho. Los sistemas dictatoriales utilizan sus policías políticas. Tampoco las sociedades democráticas se libran de grupúsculos sectarios que, en su frustración ante unos propósitos tan deseados como inalcanzables, orientan los afanes de sus secuaces a crear un estado de sospecha y anarquía. Para lograr este fin se amparan en las formas más antiecológicas de propaganda sensacionalista e, incluso, en modos de vandalismo proporcionados a su talento.

El desorden de la ciudad sin ley tiene como única posible antítesis el «summum ius» -”rigor de la ley-”, que se convierte en «summa iniuria»-máxima injusticia-. Con la legalidad por bandera se pueden producir tropelías de lesa humanidad. Logrando acertar a jugar con lo sustantivo y adjetivo de la ley, que no abarca todas las teselas del rico mosaico de la vida real, se pueden originar las más delirantes situaciones, capaces de poner en jaque a los individuos e, incluso, a los Estados.

A estas alturas no valen declaraciones de intención que no coincidan con las que, en tono tan triunfal como amenazante, hemos recibido en los buzones de nuestras casas y sorbido con el café de la mañana, al ritmo la prensa diaria. El soporte virtual en el que se han proclamado, o más bien vociferado, las profecías de lo que hoy nos duele, es efímero. El papel, sin embargo, tiene la virtud de hacer que lo escrito pueda leerse de modo permanente. O lo que es lo mismo: lo escrito, escrito está.

Mientras tanto, estoy seguro de que quien haya sido tan osado como para abrir la caja de Pandora, tendrá una experiencia inolvidable. Observará, con terror, como salen los vientos y se forman las tempestades. A su paso arrasan lo que encuentran y, eso sí, no dejan indemne al temerario.

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