Diario de León
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La gaveta | césar gavela

L a escena ocurre en un internado de la ribera del Órbigo. Un día del otoño de 1968 dos muchachos pasean por el suelo de arcilla. Hablan, son amigos. Vienen de una comarca del centro de la provincia, la Cepeda. Para los bercianos, la Cepeda es algo raro, y eso que está a un paso. Para los cepedanos, el Bierzo es un mundo atlántico y misterioso. Son cosas que regala nuestra provincia: distancias literarias. Como la que sintió aquel cabreirés que llegó a Valdeón. Los amigos se llaman Máximo y Rogelio. Máximo tiene aspecto de artista. Rogelio es más reservado. Máximo es un año mayor, Rogelio acepta esa leve jerarquía. Se llevan bien. En aquellos internados confesionales, como en todos supongo, convenía apoyarse en los que procedían de la misma comarca. Los de O Bolo iban con los de O Bolo. Y los sanabreses, con su gente. O los ancareses, que eran muy pocos. Los fornelos y los de Trives, fronterizos. Toda una macedonia de comarcas que solo se entiende poniendo a Roma por el medio. Con Astorga de ley y leyenda.

Pasaron muchos años, las vidas de los muchachos tomaron rumbos diferentes. Ambas, iluminadas por el talento y el compromiso. Rogelio Blanco se fue a Madrid, se hizo jurista, luego alto funcionario de Cultura. Vivió y vive la vida de la palabra. Su paso por la Dirección General del Libro está siendo meritorio y crucial. Filósofo, especialista en María Zambrano, cuida con mimo la literatura leonesa, sin olvidar las otras geografías de su cargo. Máximo Álvarez, que entonces era poeta adolescente y heterodoxo, compositor de música sacra, escultor con el barro bañezano y, sin duda, el peor jugador de fútbol que hubo jamás en Occidente -”para su honra-”, es ahora el párroco de la iglesia del Buen Pastor de Ponferrada. Creo que no habrá mejor pastor para esa grey que Máximo, hombre de gran fe y de gran valía. No sé si se ven alguna vez estos viejos amigos. Yo los recuerdo con unos pantalones que se nos quedaban a todos cortos muy pronto. Los calcetines granates de Rogelio, negros de Máximo, marrones de un servidor. Y la luz de ese León llano, tan cautivador: la meseta fluvial donde ya escribía Antonio Colinas.

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