ANTIGUOS POBLADORES MINEROS
El último encerado del Escobio
La barriada de Páramo, al borde de la ruina con sólo 13 vecinos, es un ejemplo del ocaso de los poblados mineros del Bierzo
Cristina y Ariadna entraron en el edificio desvalijado que hasta hace una década albergaba las escuelas de El Escobio el 16 de agosto. Las dos niñas recorrieron los cuartos vacíos, seguramente también curiosearon en los baños, donde ya no quedan ni retretes ni lavabos y los espejos sólo reflejan sombras, y terminaron su aventura en la única aula que todavía guarda algunos pupitres colocados en una hilera junto a la pared y el último encerado del colegio. Allí escribieron sus nombres, la fecha de su visita, todavía reciente, y después se llevaron con ellas la tiza blanca que usaron.
El abandono de las escuelas de El Escobio, el poblado edificado en el municipio de Páramo del Sil a comienzos de los años cincuenta para ofrecer vivienda y servicios básicos a los trabajadores de la mina de Santa Cruz —entonces en manos del empresario Victoriano González— es la metáfora perfecta de lo que le ocurre, sesenta años después, a toda la barriada nacida a la orilla de la carretera comarcal CL-631, en el lugar donde se levantaban las antiguas casas de La Venta y a la sombra de la prosperidad de la minería del carbón; en aquellos años un sector vital para la economía de un país que aún vivía en la autarquía de la posguerra.
«Por un lado estamos bien y por otro no. Aquí no hay futuro para los niños», decía el pasado viernes Augusta Rodrígues, de 33 años, asomada al balcón de su casa con su hijo de un año en brazos. Hija ella misma de uno de los mineros portugueses que llegaron al Bierzo atraídos por el dinero del carbón, Augusta tiene otro hijo de 17 años y una más de nueve que junto a los otros tres niños del poblado sube a diario a un autobús para estudiar en el colegio de Páramo del Sil. En El Escobio nunca ha podido hacerlo porque el centro escolar, el edificio más moderno de toda la barriada, cerró hace una década al quedarse el poblado sin suficientes niños de Infantil, y salvo la hilera de pupitres, el encerado que aún cuelga del aula más alejada del umbral sin puerta —también se la han llevado— y algún espejo roto en los baños, ya no queda nada.
«Cuando yo empecé de alcalde, y eso fue hace veinte años, de El Escobio aún subía más de un autobús de niños», cuenta el regidor de Páramo, Ángel Calvo, cuyo ayuntamiento no ha dado la espalda al barrio y le procura luz, recogida de basura y recientemente ha acondicionado un pequeño parque infantil, a pesar de que la barriada no se trata de un espacio público.
Bembibre, Toreno, Vega
El alcalde de Páramo y ahora vicepresidente de la Diputación para el Bierzo lamenta, en cualquier caso, que la titularidad del poblado se encuentre en «un limbo», porque ni a la empresa le interesa —Victorino Alonso adquirió la sociedad de Victoriano González en 1988— ni los últimos inquilinos, jubilados o descendientes de antiguos trabajadores de una mina que tampoco tiene actividad tras la debacle del sector, han podido adquirirlas, como sí ha ocurrido en otras barriadas similares en otros lugares del Bierzo.
Incluso la Junta Vecinal, que en su día cedió el suelo a la empresa para edificar, o el Estado, cuenta Calvo, tendrían algo que decir porque el antiguo Sindicato vertical franquista —que entre 1958 y 1963 también financió la 54 viviendas sociales en Bembibre, 108 en Vega de Espinareda, 179 en Toreno y 146 en Matarrosa del Sil, según los datos que Ignacio Casado Galván incluye en su artículo La política social del franquismo en la minería leonesa del carbón ¿un paternalismo del Estado?— colaboró en la construcción de las primeras 52 viviendas.
Carbón, hierro y wólfram
El Escobio, con sus seis bloques de casas y con apenas 13 vecinos, es sólo uno de los ejemplos de poblados surgidos para acoger al aluvión de trabajadores que llegaron al Bierzo para extraer carbón después de la Guerra Civil desde otros puntos de la provincia, del territorio nacional, y posteriormente de Portugal y Cabo Verde. La pujanza de la MSP ya había creado el poblado de La Minero junto al parque del Temple. La empresa edificó otra zona de mayor calidad al otro lado de la estación ferroviaria, donde situó el economato. Y Endesa, una de las mayores empresas públicas del país, alojaba a su personal más cualificado en un barrio de mayores pretensiones próximo a la primera central térmica de Compostilla, hoy en fase de reforma para albergar la segunda fase del Museo Nacional de la Energía.
La cuenca de Fabero
En Fabero, el poblado Diego Pérez, bautizado con el nombre del dueño de Antracitas de Fabero, abrió en 1955 con 250 viviendas. Y a pie de explotación, cuenta Manuel Enríquez, que recopila datos sobre la historia del municipio, también surgieron poblados más pequeños como el de Jarrinas, Minas Sota, El Pozo o La Pozaca. La Obra Social del Hogar, del Sindicato vertical levantó además en 1963 otras 166 viviendas sociales.
Y al margen del carbón, incluso en lugares como Onamio (Molinaseca) o Cadafresnas, (Corullón) la explotación del hierro en Coto Wagner o la del wólfram en la Peña del Seo, derivó en la edificación de poblados que hoy languidecen, cuando no son una ruina completa.
A la espera de saber si los sondeos que ha emprendido en la Peña del Seo la firma australiana Sierra Mining resucitan el viejo poblado de la montaña del wólfram, el de El Escobio es un caso singular porque todavía está vivo. Los últimos inquilinos, como Augusta y su marido, que ha encontrado trabajo temporal como peón municipal y residen en el poblado para ahorrar dinero sin tener que afrontar un alquiler, han arreglado en la medida de sus posibilidades el interior de las viviendas o cambiado incluso las antiguas ventanas de madera.
Cuando las viviendas de El Escobio estaban más solicitadas por la rotación de trabajadores en la mina de Santa Cruz, los inquilinos debían desocuparlas en cuanto dejaban la plantilla o al poco de jubilarse. «Había lista de espera», dice Ángel Calvo.
Hoy nadie querría mudarse a El Escobio, salvo que se haya vivido allí toda la vida, como el matrimonio formado por el ex minero Fernando Carvallo y Ángela, que aún teniendo piso en Ponferrada prefieren la tranquilidad de El Escobio, y que esta semana se preparaba para asar pimientos en la calle junto a sus vecinos. «Compramos un piso en Ponferrada, pero mi marido estaba inquieto. Y aquí no te tienes que maquillar para salir a la calle. Si no estuviera a gusto me iba», contaba la mujer a este periódico.
A espaldas de Ángela, que sostiene un pequeño perro faldero en brazos mientras llega la cartera —«aquí todavía llegan cartas que no son del banco», le dice la funcionaria al periodista— la sombra de la escuela desvalijada —se han llevado las puertas, los muebles, los retretes, casi siempre de noche— y sobre todo la del antiguo cine parece que quieran llevarle la contraria.
La propia Ángela, que se molesta en colocar macetas con petunias en las ventanas de las casas, estén o no habitadas, para darle color al barrio, se queja de los vándalos que desmantelaron el colegio y a los que alguna vez reprendió sin éxito. Y se acuerda de «las bolas de cristal» que iluminaban la entrada del poblado —el Ayuntamiento ha instalado alumbrado público ahora—, del césped, de los espectáculos que acogía el viejo cine en ruinas el día de Santa Bárbara, o los regalos que repartía en Reyes la empresa entre los hijos de los trabajadores. «Es un cine que no le tenía envidia ninguno de Ponferrada», decía el viernes de una sala donde las piezas de escayola del techo cuelgan como espadas de Damocles a punto de caer.