UNA OBRA INCREÍBLE
El tren que venció a la gripe
El ferrocarril entre Ponferrada y Villablino sigue siendo un milagro de la ingeniería a los cien años del inicio de las obras La línea estuvo lista con tres meses de adelanto, a pesar de la desbandada de obreros por la pandemia de gripe española
Era el verano de 1918, hace ahora cien años. Europa todavía estaba en guerra, los alemanes resistían a los aliados en las trincheras del Somme y en los campos de Flandes después de su última ofensiva fallida en primavera. A los zares los habían fusilado en Ekaterimburgo. El cine mudo se había convertido en un fenómeno de masas, especialmente al otro lado del Atlántico. Y a España le iba bien, dentro de lo que cabe. La neutralidad en el conflicto impulsaba su industrialización y el hierro y el carbón de las cuencas del Bierzo y de Laciana, la Nueva Vizcaya que soñaba el ingeniero vasco Julio Lazúrtegui, habían convertido en un proyecto rentable la construcción de una línea ferroviaria a lo largo del valle del río Sil para llevar el mineral hasta Ponferrada.
Aquel verano, reclutadores de la Sociedad Constructora vinculada al Consorcio Nacional Carbonero, con capital aportado por el financiero bilbaíno Pedro Ortiz y Muriel, recorrieron España en busca de trabajadores para trazar los 65 kilómetros y 650 metros del camino de hierro entre Ponferrada y Villablino. El 25 de julio La Gaceta de Madrid, lo que hoy sería el Boletín Oficial del Estado, ya había publicado la autorización del proyecto redactado por el ingeniero de Caminos José María Areyzaga meses atrás, a la vez que otorgaba la concesión del ferrocarril a Ortiz y Muriel para el transporte de viajeros y mercancías. Un proyecto que establecía un ancho de vía de un metro —el mismo que el ferrocarril de Villaodriz a Ribadeo, ya en explotación, y de la línea prevista entre Villafranca del Bierzo y Villaodriz, que nunca se ejecutó— y una dotación mínima de material de al menos diez locomotoras, dos coches de primera clase, nueve más de primera a tercera clase, cinco vagones de carga cerrados y con freno, y 180 vagones de carbón, 40 de ellos con freno, y con capacidad para transportar diez toneladas de mineral cada uno, según publicaba La Gaceta de Madrid.
La Real Orden de Concesión establecía un plazo de ejecución de 420 días (14 meses) a contar a partir de los 30 días de la publicación para que el ferrocarril fuera capaz de transportar al menos mil toneladas diarias de carbón entre Villablino y Ponferrada. El Estado recibiría 10.000 pesetas por cada día de retraso y pagaría la misma cantidad por cada día de adelanto.
Los reclutadores que necesitaban reunir a unos cuatro mil operarios hicieron bien su trabajo. Tanto que entrado el mes de octubre, a unas semanas del final de la Gran Guerra, Ponferrada bullía con casi cinco mil obreros llegados de todos los puntos de la península, según cuentan Daniel Pérez Lanuza, Manuel Álvarez Fernández, Mike Bent y Lluís Prieto i Tur en su libro El Ferrocarril de Ponferrada a Villablino y la minería en el Bierzo, editado en el año 2000. Lo que hasta entonces era una población agraria con una incipiente burguesía, aquella Ponferrada sacudida por la crisis de la filoxera y la emigración, empezó a convertirse en una ciudad industrial.
Con un presupuesto de ocho millones y ciento sesenta y dos mil pesetas de la época, aquellos obreros con acentos tan distintos, gallegos, vascos y castellanos, sobre todo, tenían mucho trabajo por delante si querían cumplir con el plazo de ejecución de 14 meses de la obra. El material fijo del ferrocarril se llevaba más de tres millones y medio de pesetas del presupuesto, el móvil otro millón, las obras de explanación del terreno más de un millón y medio, los túneles, con una longitud de 650 metros, doscientas mil pesetas, las obras de fábrica —eran necesarios diez puentes sobre el Sil— trescientas mil pesetas, construir siete estaciones y ocho apeaderos costaría medio millón, instalar la línea telefónica sesenta mil pesetas y hasta había una partida de setenta y siete mil pesetas para salvar los imprevistos. Las expropiaciones de terrero, eso sí, se cuantificaron en doscientas mil pesetas.
«Todo estaba en manos vascas», recuerda Víctor del Reguero en su libro Las Gafas del Belga. Junto a Ortiz y Muriel, que ponía el dinero, el contratista guipuzcoano Gregorio Iturbe Aldadur era el encargado de ejecutar las obras. La sociedad La Basconia debía ocuparse de levantar los puentes metálicos, y el material fijo y móvil el taller de Mariano de Corral en Bilbao, que también había diseñado unas tolvas de descarga automática exclusivas para la línea.
Pero todo comenzó a torcerse muy pronto. El primer reto de los obreros era la construcción del túnel más largo del trayecto, a la altura del kilómetro 11 de la línea. Con una longitud de 400 metros, los ingenieros calculaban que serían necesarios al menos siete meses para terminarlo. Y el plan de obra también pasaba por aprovechar el estiaje para levantar los apoyos de los puentes y los muros de contención antes de que las lluvias del otoño elevaran el caudal del Sil.
Entonces llegó la gripe española.
A pesar del nombre por el que se conoció a la mayor pandemia de la enfermedad que ha sufrido el planeta en los últimos siglos—las estimaciones más recientes hablan de entre 50 y 100 millones de muertos, 30 millones sólo en China— los primeros casos leves aparecieron en Fort Riley (Kansas) en torno al mes de marzo de aquel año. En algún momento del verano, el virus sufrió una mutación que lo convirtió en un agente infeccioso mucho más letal y llegó a Europa con los soldados norteamericanos que venían a combatir en las trincheras de Francia y desembarcaban en el puerto de Brest, recuerda el investigador Santiago Mata. La gripe se extendió por los campamentos militares, se convirtió en objeto de censura para no desmoralizar a las tropas y si finalmente recibió el nombre coloquial de gripe española fue porque en España, país neutral, la prensa informó sin cortapisas del alarmante avance de la enfermedad.
La pandemia alcanzó al Bierzo a mediados de octubre. Y con los primeros muertos —los investigadores Chowell, Erkoreka Viboud y Echeverri-Dávila calculaban en un estudio de 2014 que en España fallecieron 200.000 personas— se desató el pánico y llegó la desbanda. La mayoría de los trabajadores, enfermos, o con familiares afectados por la gripe, tomaron el camino de vuelta a sus casas y Lanuza calcula que apenas quedaron unos mil doscientos para continuar las obras.
Por si fuera poco, al ministerio no se le ocurrió otra cosa que aprovechar las obras del ferrocarril para arreglar la carretera entre Ponferrada y Villablino, estropeada por el trasiego de material, de forma simultánea. Si ya resultaba difícil encontrar trabajadores, la reparación del vial lo complicó, obligó a elevar los jornales, y sobre todo, dificultó el traslado de los equipamientos para la línea ferroviaria, algo con lo que no habían contado los ingenieros.
Había que encontrar una solución. Y se logró evitando el recorrido del túnel en el kilómetro 11, en fase de excavación, con un trazado de vía provisional que zigzagueaba por la montaña, con pendientes de hasta el cinco por ciento y tres retrocesos para las locomotoras. «Este sistema permitía el reparto del balasto, la instalación de la vía y de los tramos metálicos de los puentes desde el punto de acopio de Ponferrada», cuentan los cuatro autores de El Ferrocarril de Ponferrada a Villablino. La alternativa era más costosa, complicaba la maniobra de los trenes de trabajo, «que debían descomponerse para subir las rampas de la vía provisional y para poder utilizar las tres vías de retroceso», pero permitió recuperar tres meses en los plazos de construcción.
Hombres, mujeres y niños
El material metálico del primero de los diez puentes sobre el Sil, en el kilómetro 17, acabó por transportarse a través de un camino vecinal entre Congosto y Santa Marina del Sil. Y para el resto de viaductos tuvo que usarse un nuevo tramo de vía provisional. En el puente número dos, incluso fue necesario tender un viaducto temporal sobre el cauce. A final, el ritmo de construcción permitió tender unos seiscientos metros diarios de vía y acabado el primer túnel, el material llegó con más rapidez para construir los edificios de las estaciones.
El invierno fue duro. Los obreros se resguardaban en tiendas de campaña y construcciones improvisadas a pie de obra. «La miseria y la demanda de mano de obra son tales que no son pocos los niños de corta edad que se emplean en cualquier función con tal de ganar unas pesetas, ni las mujeres que recogen y cargan piedra para rellenar la vía durante horas», rememora Del Reguero.
Y tampoco faltó la picaresca, mucho más española que la gripe. Algunos paisanos de los pueblos aprovechaban el parón de las obras cuando caía la noche para mover las marcas de madera que colocaban los obreros y «ganar algunos metros en tierras de cultivo o pasto», añade el autor de Las Gafas del Belga. Los capataces empezaron a desconfiar de sus sentidos y fue necesario montar guardias nocturnas «para cortar la travesura».
Pero el día 1 de julio de 1919, La Gaceta de los Caminos de Hierro, que puede consultarse en la Biblioteca Nacional, adelantaba el milagro: «Dentro del mes que hoy empieza es casi seguro quede abierto al servicio público el ferrocarril de Ponferrada a Villablino, que ha sido construido en diez meses sobre poco más o menos, acortando en cuatro el plazo fijado para su terminación. Además de lo insólito del caso en la historia de los ferrocarriles españoles, esta es una línea interesante por muchos conceptos», informaba la publicación, del mismo modo que en la revista Ibérica, el ingeniero de Caminos Manuel Ballesteros dedicaba un artículo a lo que hoy parece la epopeya de un grupo de personas que se creció ante las dificultades.
Así fue como un año después de que La Gaceta de Madrid publicara la autorización de la obra, el 23 de julio de 1919 el tren entraba en servicio. Aquel día, ni el rey Alfonso XIII, ni el ministro de Fomento Francesc Cambó —que había saludado en el Congreso «la feliz coincidencia entre el interés particular y el público» del ferrocarril minero, recuerda Del Reguero— acudieron a la inauguración. Pero Villablino, que unos días antes había agasajado a los ingenieros con un banquete en la fonda de El Martiecho, estaba engalanada para recibir al primer tren procedente del Bierzo. La gripe seguía haciendo estragos, pero ya no se mataba nadie en las trincheras. La Minero Siderúrgica de Ponferrada (MSP) se había constituido el 31 de diciembre para explotar la concesión, y en la capital berciana amanecía la primera central térmica. Comenzaba la era del carbón.
Llegada a la estación de Villablino de la primera locomotora en 1919. FOTOS DE DIEGO GONZÄLEZ RAGEL