Prisionero de los tagalos
Nuestro último de Filipinas
San Pedro de Mallo dedica una placa y una calle al soldado Juan Antonio Fernández González, que combatió en 14 batallas en las islas del Pacífico y volvió al Bierzo a los siete años tras fugarse de un campo de prisioneros.
Luchó en 14 batallas. Cayó herido. Sufrió un asedio. Y al rendirse su compañía, fue hecho prisionero por los tagalos y se convirtió en uno de los últimos soldados españoles en las islas Filipinas. Dado por muerto —incluso en su pueblo, San Pedro de Mallo se oficio un funeral— la algarabía que montaron sus vecinos cuando vieron aparecer a Juan Antonio Fernández González a los siete años de acabada la guerra se recordó durante mucho tiempo.
De hecho, no se ha olvidado todavía transcurridos más de cien años, porque mañana viernes una de sus últimas hijas, Adelina Fernández Vuelta, se encargará de descubrir una placa de recuerdo en la que fue su casa y en la calle que, por acuerdo plenario del Ayuntamiento de Toreno, lleva ahora su nombre. El homenaje a ‘nuestro último de Filipinas’, como llama a Juan Antonio Fernández, comenzará a las 18.00 horas en la Casa del Pueblo con una charla sobre el desastre del 98 a cargo de Daniel Álvarez Rodríguez, y una intervención de Carlos Fernández, uno de los nietos de Juan Antonio y actual concejal de Comercio en el Ayuntamiento de Ponferrada, antes de que los asistentes se trasladen a la casa donde vivió el homenajeado.
«Los últimos de Filipinas no fueron los héroes de Baler —dice el edil de los famosos soldados atrincherados en una iglesia de la isla Luzón sin saber que la guerra había terminado y protagonistas de dos películas muy populares— sino los prisioneros que todavía permanecieron dos y hasta tres años en los campos de concentración antes de ser repatriados». Y uno de esos últimos de Filipinas, últimos de verdad, fue Juan Antonio Fernández, con una vida que daría para escribir una novela o rodar otra película, según ha comprobado Carlos Fernández, que ha buscado el rastro de su abuelo en los archivos militares hasta dar con su hoja de servicios entre la documentación que se conserva Alcázar de Segovia y el carné con el número 16.500 de la Asociación de Supervivientes de las Campañas de Cuba y Filipinas, creada en Barcelona para ayudar económicamente a los veteranos.
Juan Antonio, asegura su nieto, nunca tuvo las dos mil pesetas con las que hubiera evitado el reclutamiento en 1896, así que tuvo que hacer el servicio militar en Filipinas. Le llevó un mes llegar al archipiélago en el Alfonso XIII y desembarcó el 16 de enero de 1897, a tiempo de participar en los combates contra los insurrectos que querían proclamar la independencia aprovechando la guerra con los Estados Unidos en Cuba.
Encuadrado en la Cuarta Compañía del Batallón número 12 a las ordenes del general Pola Vieja, Juan Antonio Fernández participó en 14 batallas, desde Silam (Cavite) hasta que el 4 de junio de 1898 resultó herido en Pasaján. Sitiados, el 1 de septiembre su compañía entregó las armas a los insurrectos, dice su hoja de servicios, y estuvo prisionero hasta el 8 de abril de 1900, «fecha última en la que se fugó». Juan Antonio se escapó del campo tagalo donde lo torturaban y logró entregarse a las tropas norteamericanas, que en cumplimiento de los acuerdos de cesión de soberanía con los que había concluido la guerra entre España y Estados Unidos, lo repatrió en el vapor Alicante junto a otros prisioneros de guerra españoles. El Alicante arribó a Barcelona el 8 de mayo de 1900, pero el veterano de guerra Juan Antonio Fernández no volvió enseguida a su casa. Durante cinco años, cuenta su nieto, se perdió su rastro y en su pueblo llegaron a darle por muerto en la guerra y a oficiarle un funeral. Hasta que en 1905 apareció por San Pedro de Mallo y la alegría fue tremenda.
Juan Antonio se casó en San Pedro con Avelina Vuelta, que viviría hasta 1987, tuvo hasta ocho hijos, emigró tres veces a América para hacer dinero y murió en 1959, dos años antes de que naciera Carlos Fernández. Durante todos esos años contaba que en el campo de prisioneros de los tagalos apenas comía un puñado de arroz o media naranja, que les torturaban introduciéndoles astillas de bambú en las uñas, y a su familia le dijo que se había fugado junto a otro compañero simulando una fuerte descomposición que les obligaba a ir una y otra vez a las letrinas. «En realidad se hicieron con un cuchillo y le cortaron el gaznate a un guardián, pero eso no podía contarlo así a la familia», explica su nieto, que se horroriza solo de pensar en la imagen del caudillo de los tagalos con las cabezas de dos o tres españoles colgadas del cinto.