Bembibre con los ojos de Amable
La pareja del pintor Amable Arias, Maru Rizo, se embarca en la tarea de catalogar toda la obra que el artista del grupo Gaur de San Sebastián dejó sobre el Bierzo. Amable (1927-1984) pintó la Villavieja y retrató a las gentes de su pueblo natal
Nació en el mesón de sus abuelos paternos, una noche de verano de 1927, en un casa con patio descubierto en la antigua calle del Escobar, hoy convertida en el arranque de la avenida de Villafranca del Bierzo. Fue a la escuela del Palacio, y la disciplina de don Onofre, su primer maestro, le hizo echar de menos los días felices en el parvulario de doña Sara y doña Amelia. Después pisó las aulas del colegio de La Estación, al otro lado del río Boeza, donde se detenían los trenes, y con don Felipón, que era un hombre duro, pero más justo, se convirtió en uno de los primeros de la clase porque era un chico despierto. Jugó a la peonza y al aro, a las canicas, con tirachinas y cometas con toda la chiquillería en las calles en cuesta de la Villavieja, en los cimientos del antiguo castillo señorial, del que apenas quedaba una explanada de escombros, o en el paraje comunal de Pradoluengo, mucho antes de que edificaran allí el primer instituto de Secundaria de la localidad. Bembibre fue «el paraíso perdido» del pintor y escritor Amable Arias; el artista que en los años sesenta despuntó en San Sebastián dentro del grupo Gaur junto a nombres clave del arte de vanguardia como Oteiza y Chillada, Sistiaga o Balerdi; y que treinta y cuatro años después de su muerte, todavía en plena eclosión creativa, no deja de ganar adeptos entre aquellos que se acercan por primera vez a sus dibujos y sus lienzos.
«Amable es inmenso. Igual que el Rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba, Amable Arias hacía arte de todo lo que tenía a su alrededor», explica Maru Rizo, la mujer que compartió los últimos 14 años del artista; un pintor, un escritor y un poeta que durante sus años de formación eligió las calles y las gentes de Bembibre como protagonistas de sus primeras creaciones. Embarcada en un trabajo no menos inmenso de catalogar toda la obra que dejó Amable a su muerte en 1984, Maru ha deslizado estos días —a través de una página en Facebook que alimenta constantemente con la obra del artista— una propuesta para que las instituciones leonesas se sumen a la tarea compleja de estudiar y contextualizar la parte de la creación de Amable Arias vinculada con su pueblo natal y con el Bierzo. Se trata de óleos elaborados con el caballete en mitad de las calles de la Villavieja, acuarelas y retratos en tinta sobre papel o en sanguina de personajes que dibujaba, entre otros lugares, en el viejo Café Mero de la plaza Mayor. Pero también de escritos — «Amable le daba tanta importancia a su faceta de escritor como a la de artista plástico», aclara Maru— y grabaciones convertidas en «poética auditiva».
No es extraño que en lugar de escribir unas memorias, Amable Arias optara por dejar grabadas hasta 30 horas de conversación sobre su infancia en 28 cintas de cassette. «Era el año 80 o el 81 y ya veía que no iba a vivir demasiado tiempo. Le propuse que escribiera unas memorias, pero en lugar de eso me dijo que podía grabar todo lo que quisiera», cuenta Maru de una época en la que Amable «apuraba el tiempo con una actividad desbordante», en palabras de Carmen Alonso-Pimentel, autora del libro Amable Arias, editado por la Universidad de Deusto en 1997 a partir de su tesis doctoral.
Y esa infancia grabada, un documento que habla de un tiempo que ya no existe y de unas gentes que también han ido desapareciendo, es otra forma de retratar al pueblo en el que nació y pasó sus primeros 14 años, como lo fueron los lienzos y dibujos realizados en las temporadas en que el artista regresaba a Bembibre; entre 1954 y 1959, pero también en 1966 y en 1973, cuando volvió para dibujar la casa de su abuela antes de que la derribaran. Amable, escribe Alonso-Pimentel, «escoge las calles que conservan mejor la arquitectura propia del Bierzo; los callejones angostos e irregulares, los soportales de la plaza, las viviendas con balcones de madera y escaleras exteriores». Los títulos de algunos lienzos, ‘El rincón de la Morrita, ‘Donde viven los Montero’, reflejan lo que la autora llama «paisaje humanizado» en la obra inclasificable de Amable, que elegía los escenarios más vinculados a su infancia porque «le despiertan una reacción emotiva, casi visceral». Y tiene claro la autora que «es en Bembibre, ante el paisaje del Bierzo, cuando libera todo su potencial creador».
El propio Amable reconocía su identificación con la naturaleza del Bierzo cuando la contemplaba desde el lugar más alto de Bembibre. «Subir al Palacio es una de las cosas que más me gustan. Desde aquí, en la gran explanada de tierra y piedra puedo ver el paisaje hosco y sombrío, de valores profundos, seco y amenazador. Es un paisaje que amenaza, de montes negruzcos y azulados encima de las laderas de tierra. Más allá puedo imaginar Galicia, de paisaje más suave y gente más amorosa, y por encima de la sierra de San Pedro, más allá de los montes, Asturias. Por encima de la casa de la Morrita, el camino a León y Castilla. Algo misterioso y profundo tiene para mí esa explanada», aseguraba el artista, según recoge el libro de Alonso-Pimentel.
Y ni el grave accidente que sufrió en 1936 en la estación de trenes, cuando una vagoneta en vía muerta le aplastó contra un muro durante uno de sus juegos —y que le obligó a usar muletas durante toda su vida y a someterse a 14 operaciones— ni el recuerdo desagradable de su padre, Juan Arias, del que su madre, Pilar Yebra, lograría separarse legalmente porque les maltrataba, consiguieron cambiar la idea que Amable se había forjado de Bembibre. Sus lienzos, sus dibujos, sus escritos y su voz; sus recuerdos después de todo, lo demuestran.