MOLÍN AMPUERO Manuel Cuenya
Woody Allen
Acabo de ver «La maldición del escorpión de jade», con cierto retraso. No había tenido la oportunidad de verla antes, aunque pudiera parecer extraño. Quizá no sea su mejor película, no obstante, uno sigue adorando al geniecillo de Brooklyn desde que lo descubriera en «Toma el dinero y corre». La primera vez que tuve la ocasión de verlo fue en Nueva York, en el Michael''s Pub, tocando el clarinete con su banda de música. Nunca olvidaré aquel lunes de julio del año de 1995. Y aquel gesto cinematográfico antes de esconderse tras los cristales ahumados de una limusina. La segunda vez fue en el Teatro Monumental de Madrid, en el año de 1996. Woody Allen, que afortunadamente sigue teniendo éxito en nuestro país y sobre todo en Francia, ha conseguido el Premio Príncipe de Asturias de las Artes. El propio Gonzalo Suárez, nuestro estimado amigo, lo propuso como ganador, y al final resultó elegido. Enhorabuena. La última peli de Allen, «Hollywood Ending», que aún no he podido ver, al parecer recibió malas críticas en su país natal. Lo cual no nos sorprende en absoluto. Ya sabemos cómo se las gastan los gringos cuando alguien intenta poner en cuestionamiento su sistema. El imperio USA no es partidario de los chistes y las bromas de Woody. Y nunca ha sido devoto de su cine. Hay quienes aseguran que está acabado, que se repite a sí mismo, que se ha pasado toda su vida reflexionando sobre la muerte -qué otra reflexión nos concierne a los humanos, demasiado divinos-, pero este grandísimo cineasta, y tocador de clarinete, nos sigue ayudando a soñar y a reír. Casi nada. La risa como motor poético, capaz de dibujar lágrimas de alegría en nuestros rostros angustiados. La risa como terapia a nuestros desórdenes mentales y a nuestras ansias de gloria. Allen siempre ha sabido reírse de sí mismo y por supuesto de la industria americana. Y los estadounidenses no soportan a alguien que intenta ridiculizarlos. Se sienten como acuchillados, con la autoestima por los suelos. Aunque no todas sus películas sean obras maestras, casi todo su cine tiene esas dosis de buen humor y fogonazos de talento que tanto agradecemos en nuestra época grisácea e idiotizada. Sus películas son divertidas, ingeniosas, y en ocasiones conmovedoras. Resulta difícil ser sublime sin interrupción, como quisiera Baudelaire, pero Allen, en su faceta de guionista, logra ser sublime por momentos. Además, tiene una habilidad extraordinaria para dirigir actores. Estoy convencido de que sus peores películas siempre serán mejores que las que habitualmente nos ofrecen bajo el amable disfraz del cine de acción.