Diario de León

FRAGUA DE FURIL Manuel Cuenya

En la parada

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León

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Ahora, que estoy en la calle La Parada de Noceda del Bierzo, sigo dándole vueltas a ese viaje al final de la noche. Un viaje puede dar mucho de sí cuando uno viaja con los ojos abiertos, y eres capaz de empaparte como una esponja de cuanto hay a tu alrededor. Nuestra vida, al fin y al cabo, no es más que un viaje. Un viaje, en ocasiones, extremadamente corto. Luego continuemos viajando hasta la muerte. Y que esta nos pille en pleno recorrido. «En el camino... en la línea divisoria entre el Este de mi juventud y el Oeste de mi futuro». Como leemos en esa novela de Jack Kerouac, que en tiempos fuera biblia y manifiesto de la generación beat. Viajar te ayuda a salir del entumecimiento y a curar cualquier regionalismo imbÚcil (valga la redundancia). Desde muy pequeñín sentí ganas de viajar. Estaba obsesionado con aquella gente que cruzaba el charco o emigraba a la Europa desarrollada. Viajar siempre fue para mí un sueño. Y sigue siéndolo. Uno podría llegar a vivir en un viaje ininterrumpido. Me gustan los trenes, los barcos, los aviones... Cualquier medio de transporte es bueno para emprender rumbo hacia otras tierras. El descubrimiento, o redescubrimiento de otros mundos acaba alegrando el espíritu. «Viajar -nos dice Louis Ferdinand Céline en Voyage au bout de la nuit- es muy útil, hace trabajar la imaginación». El País de Gales, donde actualmente vive el amigo Abel, llegó a engatusarme de tal modo que hasta se me ocurrió que podría quedarme allí una larga temporada. Una temporada en el país de las maravillas. Aberystwyth, que en realidad no es más que un pueblo de unos diez mil habitantes, tal vez quince mil si contamos a los estudiantes, tiene un campus universitario magnífico. Como para quitarle el hipo a cualquiera. Y lo que más impresiona es su Biblioteca Nacional, una de las más grandes, sin duda, del mundo. Parece increíble que en un lugar tan pequeño haya una biblioteca de estas caracterÝsticas. Ni en el mejor de los casos uno se imagina un pueblo así en nuestro Bierzo amado. Es evidente que cada pueblo goza de unos privilegios particulares. Y siempre habrá diferencias insalvables entre unos sitios y otros. El viaje al final de la noche continuó por esa Escocia que a uno se le antoja tierra hermana. Tierra rústica y al mismo tiempo hospitalaria, que te invita a sentirte como en tu propia casa. Las casas negras escocesas son, en esencia, como nuestras pallozas. Nunca podré olvidar que un 6 de agosto, y en medio de la niebla de Inverness, se me apareció el monstruo. «Cuán feliz es uno si imagina que su pueblo natal es el mundo entero» (Mary Shelley, Frankenstein).

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