FRAGUA DE FURIL Manuel Cuenya
Continúa la historia
Continúa la historia, y esa mirada hacia el pasado de nuestros pueblos leoneses. Resulta fascinante viajar al pasado en busca de nuestra idiosincrasia, si tal podemos decir. Comprobar, una vez más, que en esencia seguimos siendo como hace cien años, aunque la situación económica haya cambiado. Algo así nos contaba recientemente nuestro estimado Miguel Ángel Varela. El ponferradino de hoy en día es como el de hace cien años. El ponferradino sigue siendo amable, acogedor y servicial... entusiasta por su tierra, sin llegar a ser un fanático nacionalista, y religioso, devoto de la virgen de La Encina, aunque no llegue a ser un mocho de sacristía. Al ponferradino le encantan los cafés y los bares de copas antes que el deporte y aun otros ejercicios corporales. Prefiere levantar copas en la barra del bar de enfrente mientras ve cómo se la juegan el Madrid y el Barça. Por ejemplo. Prefiere darle a los naipes (a sota, caballo, rey), bien sea al tute subastado, al mús, al truco... que aventurarse en el senderismo por los encantadores y montañosos paisajes bercianos. Vaya si nos gusta el juego de cartas a los bercianos. El ponferradino, por lo demás, es un berciano tal vez menos desconfiado y más echado para adelante que los bercianos del Alto, que están más encerrados en su mundo particular. El berciano en general suele ser recatado. Pero el ponferradino gusta de abrirse al personal, y entrar en contacto con la posmodernidad. La Ponferrada que va de 1900 a 1960, según Varela, es como la Barcelona que nos muestra Eduardo Mendoza en «La ciudad de los prodigios». Una ciudad literaria. César Gavela, que es otro ilustre berciano afincado en la abierta y luminosa ciudad de Valencia, nos ofrece una Ponferrada poética en «El puente de hierro». La Ponferrada de principios de siglo, debido a la crisis de la filoxera, entre otras razones, era un pueblo mísero. Casas como tugurios infames impregnados de un aire fétido. Niños hambrientos... Un ambiente desolador, en definitiva. Una visión apocalíptica de la realidad, que me hace recordar pasajes espeluznantes y pestilentes de "El Perfume" de Patrick Süskind, extraordinaria novela, que bien pudiera llevarse a la gran pantalla. "Los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata... los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales". Afortunadamente, la Ponferrada de nuestros días huele, según los casos, a perfume chanel y a vino en barrica de roble. Es sabido que cada ciudad tiene su propio olor. Y Ponferrada lo tiene.