Diario de León

LA GAVETA César Gavela

El amigo

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León

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La otra tarde me llamó por teléfono desde Jerez de la Frontera mi amigo Luis Martínez, que de vez en cuando lo hace, y siempre para bien. Luis Martínez es profesor de letras en un instituto y yo creo que no nos vemos, como poco, desde 1996: un dato que es del todo irrelevante porque la amistad nuestra está tan soldada, y es tan aérea a un tiempo, que nunca le afectaron tales separaciones. Esta vez hablamos una hora. Cinco minutos de noticias cotidianas y auxiliares y más de cincuenta para regresar a una esquina de Ponferrada, en concreto la que une la avenida de España con la calle de Diego Antonio González. Ahí, en ese ángulo, estuvimos los dos, desde tan lejos. El tiempo era algo fresco pero lo soportamos bien, y eso que yo vestía las ropas del Mediterráneo otoñal, que este año es puro verano, y Luis los atuendos del sur, algo parecido. Allí estábamos, digo, y probablemente alguien nos descubrió en nuestra plática. Alguien que no nos conoce, claro, ni siquiera de vista, porque son muchos los años que pasaron desde que Luis y yo terminábamos las tardes y las noches ahí, apenas a cincuenta pasos de su casa y de la mía. Habíamos vuelto a la esquina y estábamos en la hora exacta del teléfono pero también en el último año en que coincidimos en Ponferrada, mediados los setenta. Y era tan evidente nuestra presencia allí en esa tarde que incluso volvimos a ver al padre de Luis, al minero jubilado don Victoriano, asomado a su vivienda en la calle Diego Antonio González; y a mi padre también, al viajante don Julio en la avenida de España. Fue por entonces cuando la charla comenzó a adensarse, y bajo ese ritmo recuperamos antiguas novedades, sueños melancólicos, risas extenuantes, paradojas y nieblas, y nos asomamos a un desfile casi infinito de rostros y palabras, de costumbres y olores, de sombras y ruidos. Luego supimos que nosotros éramos ese desfile. Lo pasamos muy bien. Sobre todo porque a cada poco venía el humor a atendernos, casi al pie de cada recuerdo, de cada fracaso, de cada anhelo, de cada gracia lograda fácil o duramente. A través del diálogo fuimos reconstruyendo la esquina y descubrimos que los dos éramos exactamente los mismos que entonces. La sinceridad nos llevó hasta ahí, hasta esa revelación. Porque los años no malograron en nada la pacífica insurgencia que ya nos recorría en aquel tiempo. Creo, pues, que Luis y yo continuamos siendo dos extraños y gozosos habitantes de La Puebla, como cuando estudiábamos por libre y teníamos todo el tiempo del mundo más que nada para hablarlo.

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