El extraño Studebaker de la Ciudad del Dólar
Brindis Álvarez soñaba con conducir un enorme auto americano por Ponferrada y en los 50 logró comprar un ‘Stu’ alargado por un torero para llevar a su cuadrilla Aún quedan en la ciudad coches de los más grandes que ‘haiga’
Un hombre enamorado de los coches americanos. Una mujer que viaja desde Ponferrada a Nueva York en barco para que su último hijo nazca en los Estados Unidos y cuando crezca no le pongan dificultades para obtener un visado de trabajo, como le pasa a su hermano. Y un enorme auto de 1938, fabricado en Indiana, importado y alargado por un torero de Salamanca para viajar con toda su cuadrilla por los ruedos, y comprado de segunda mano por el hombre enamorado de los coches americanos, marido de la mujer que viajó embarazada a los Estados Unidos, padre del niño que nació en Nueva Jersey, pero se quedó en Ponferrada, y dueño de una mercería en la avenida de la Puebla abierta en torno a 1941 y que todavía atiende al público como si el tiempo nunca hubiera pasado por sus estanterías. Esta es la historia del extraño Studebaker que circuló por la Ciudad del Dólar —la Ponferrada de los días ‘dorados’ del carbón— y de algún que otro ‘haiga’ que todavía recorre de vez en cuando las carreteras del Bierzo.
Lo primero que hay que explicar, antes de entrar a fondo en el relato de la familia de Brindis Álvarez, de su mercería, de la primera clínica veterinaria que abrió en Ponferrada y de su gigantesco Studebaker, es qué es exactamente un ‘haiga’, para el que no lo sepa. Los ‘haigas’ eran el nombre que recibían los grandes coches americanos o alemanes —¿quién dice que no podían ser Mercedes?— que se compraban los indianos ricos cuando volvían de América, a Galicia, sobre todo. El dicho dice que estos hombres que hacían las Américas y regresaban forrados de dinero entraban en un concesionario y pedían al encargado «el coche más grande que ‘haiga».
Y un ‘haiga’, sin duda, es el Studebaker Commander Six Cruising Sedan del año 1938 que a finales de la década de los 50 terminó en manos de Brindis Álvarez. ¿Y quién fue Brindis Álvarez?, se preguntarán. Pues un hombre de vida azarosa, que fue pastor y vendedor ambulante, soldado de los regulares de Marruecos que se libró de hacer la guerra en el 36 porque sabía escribir a máquina, para abrir después la mercería de Ponferrada, enviudar muy joven y casarse en segundas nupcias con ‘la lechera guapa’ de Villadepalos, Rosario’Sara’ Fernández Escuredo, que venía a diario a vender leche a la ciudad.
Hijo de madre soltera, nacido en 1914 en el pueblo de Silván, allá por La Cabrera, a Brindis Álvarez lo cuidaron sus abuelos hasta que murieron los dos. Y eso ocurrió cuando apenas tenía ocho años. No le quedó mas remedio, cuentan sus hijos Henry, el niño de Nueva Jersey que abrió la clínica veterinaria y Julio, que todavía mantiene abierta la mercería, «que meterse de pastor para el rico del pueblo».
Una tarde, o una mañana, quién sabe, que Brindis cuidaba de las cabras junto a otro rapaz, divisaron una gran polvareda en un camino de los montes de Casayo. ‘Eso es un coche y algún día voy a tener uno como ese’, cuenta Julio Álvarez que su padre le dijo al zagal que le ayudaba con el rebaño cuando le preguntó qué demonios era aquel armatoste tan ruidoso.. «El chaval le miró como si fuera un iluso y al final mi padre no tuvo uno, sino 36 coches a lo largo de su vida. El último fue un Daewoo pequeño en 2005 que se compró porque ya los vendían como Chevrolet y que condujo durante unos meses hasta que se lo hicimos vender porque tenía 91 años y era muy mayor para conducir».
Y es que a Brindis Álvarez, ya lo hemos dicho, le encantaban los grandes coches americanos. Coches a los que la España de Franco, la España de la autarquía que promocionaba la venta de vehículos nacionales, ponía unos aranceles que dificultaban la importación y solo estaban al alcance de unos pocos.
Brindis ya se había casado con Rosario; ya había abierto la mercería: ya había tenidos tres hijos José, Lorenzo y Julio; ya había visto como al mayor le negaban el visado para trabajar en los Estados Unidos, donde su mujer tenía unos primos; y ya había tenido incluso a su hijo pequeño en América —toda una novela el viaje de Rosario Fernández en barco, con escala en Caracas, para pasar seis meses con su familia de Nueva Jersey y dar a luz en el hospital Englewood y que Henry naciera con la nacionalidad estadounidense— cuando por fin tuvo la oportunidad de conducir su primer —y único— coche americano. El coche de su vida. Un potente Studebaker de 10 plazas modificado por el torero charro al que se lo compró —sus hijos ya no recuerdan su nombre— para moverse con su cuadrilla, con un motor de ocho cilindros en línea, con un depósito de cien litros al que hubo que añadirle otro auxiliar de 58 litros en el techo porque consumía 28 litros cada cien kilómetros y «no llegaba a la gasolinera», cuentan Julio y Henry. Pero ya era un coche con dos décadas a cuestas y apenas estuvo con los Álvarez tres o cuatro años, cuenta los dos hermanos, reunidos gracias a Carlos Rodríguez ‘Terciopelo Azul’ para posar junto a otro ‘haiga’ imponente; el Imperial de 1962 de Julio César Alonso Malvís, coleccionista local.
«Costaba arrancarlo y por eso siempre lo dejaban aparcado en la cuesta de Juan de Lama», cuenta Henry. Un coche que dejó huella en la familia. Como aquel día en que, quién sabe si emulando al auto de Casayo, se negó a arrancar cuesta abajo porque José no había metido del todo la llave de contacto. José estaba a punto de conducir a Bembibre con sus amigos, todos estrenaban traje, para disfrutar de las fiestas del Cristo y les pidió que empujaran. Y cuando se dio cuenta de su despiste y metió la llave del todo, el enorme, el viejo Studebaker americano soltó un tremendo bramido por el tubo de escape y los puso a todos perdidos.