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La leyenda de la Encina que escondía la Biblioteca Nacional

Reeditan el libro de 1850 escrito por un misterioso Manuel González del Valle que reúne los mitos fundacionales de Ponferrada

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Ponferrada

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Era el año 1850, el Vierzo se escribía con V, y en la imprenta de Joaquín León Suárez en Ponferrada. una población que ocupaba una elevada y espaciosa meseta «en una península ceñida por los ríos Sil y Boeza», editaban uno de los libros más curiosos y desconocidos al día de hoy que se han publicado nunca en el Bierzo (con B): un cuaderno de apenas 32 páginas que recopilaba nada menos que la historia de los milagros de la Virgen de la Encina y los mitos sobre lo que asienta la fundación de la ciudad.

Porque en aquella Ponferrada anclada en la mitad del siglo XIX, los milagros existían, las leyendas eran de verdad, y pocos cuestionaba que La Morenica le había salvado la vida a una niña atacada por la gangrena, o había evitado que un pavoroso incendio devorara la ciudad. Escrito por Don Manuel González del Valle y ‘escondido’ durante décadas en los archivos de la Biblioteca Nacional en Madrid, sin que hubiera mucha noticia de él en el Bierzo, la editorial de la agencia Prodigioso Volcán acaba de recuperar ahora el libro de los milagros de la Encina con una edición facsímil que se ha convertido en una de las sorpresas de la reciente Feria del Libro de la capital berciana.

«Me llamó la atención porque ahí están todos los mitos fundacionales de Ponferrada, desde la leyenda de la Virgen de la Encina al puente de hierro», comenta el redescubridor de la obra, el ponferradino Mario Tascón, que destaca además como la recopilación de milagros atribuidos a la Virgen en los siglos XVII y XVIII también sirve para conocer la vida cotidiana en la ciudad durante la Edad Moderna.

Describe González del Valle en la Historia de la milagrosa imagen de Nuestra Señora de la Encina cómo era aquella Ponferrada de 1850. Y sobre todo, de dónde venía la ciudad. Asoman ecos de la villa romana de Interanimum Flavium que cita Ptolomeo; nada se conserva que acredite que fue Ponferrada, afirma el autor del libro, «a no ser que pertenezcan a aquella época los derruidos cimientos de un puente sobre el Boeza que ni los siglos, ni las aguas, acabaron de aniquilar». También se asociada a Ponferrada con la antigua Flavia imperial que quedó vacía y cita el autor la repoblación del rey Fernando II de León en 1180 —la época en la que el Obispo Osmundo hizo levantar el puente de hierro que dio nombre a la ciudad— y la construcción por los templarios de la «magnífica e inexpugnable» fortaleza medieval.

En 1850 el castillo ya era una ruina y González del Valle se lamentaba de la desidia de quienes debían protegerlo: «¡Desgracia es que el pueblo no haya tratado de conservar en su primitivo estado el interior de este Alcázar, de que (sic) nada existe ya y que debió competir con los mejores monumentos de su clase!» exclamaba entre admiraciones.

La leyenda templaria

Pero lo que realmente valora Tascón de la obra es su aportación para fijar por escrito el relato oral de la leyenda de la Virgen de la Encina. El desconocido autor del libro rastrea los orígenes de la devoción por La Morenica y comienza con Santo Toribio, que se habría traído de Jerusalén la «Soberana Imagen» en el año 420 para depositarla en la catedral de Astorga. Cuenta González del Valle que, «arruinado el imperio de los godos por la muerte de Don Rodrigo» en la batalla de Guadalete contra los invasores musulmanes, a la virgen morena «la retiraron los piadosos cristianos a un espeso bosque de encinas que estaba en lo que hoy es lo más poblado de Ponferrada». Y «en la más corpulenta» de esas encinas, «capaz de abrigar en su seno a la Santa Imagen, la colocaron con objeto de que no cayese en poder de los sarracenos; y dejaron a la Divina Providencia el descubrirla y hacerla patente cuando mejor conviniese para su mejor gloria»·.

En torno al año 1200, cuenta el autor, los caballeros templarios que por entonces eran los señores de Ponferrada, talaron muchas encinas «para fabricar la fortaleza que aún hoy existe». Y «llegaron a cortar —narra el autor dando carta de verdad a la leyenda— un grueso tronco que encerraba a nuestra amada patrona y a los pocos golpes, quedó patente la Soberana Imagen de María, dejando absortos y admirados a todos».

Y dice el autor del libro, en un alarde de dramatismo, que «al abrir el tronco en que la Virgen se hallaba depositada alcanzó a esta Señora un pequeño golpe de hacha en la frente; y, en efecto, aún hoy se deja ver una especie de hendidura o surco que baja hasta la parte superior de la nariz, manifestando la frente casi dividida en dos mitades».

Ese día era un 8 de septiembre y como era de esperar, los templarios –dice— no perdieron el tiempo y enseguida levantaron una iglesia en el lugar donde había aparecido la imagen; un templo que se convirtió en el foco de una romería y con el tiempo una feria, hasta que en 1614 se erigió otro edificio más espacioso para venerarla; la actual Basílica de la Encina, con una torre de 117 pies de altura, al que se le añadiría un camarín en 1707.

Los milagros de la Encina

Y no menos curiosa resulta relación de «los prodigiosos milagros que en diferentes épocas obró la Soberana Imagen de Nuestra Señora de la Encina», escribe González del Valle en el capítulo final. Dice el autor que los milagros de la Virgen «son infinitos», pero «no se ha tenido cuidado de apuntarlos» y por eso solo cuenta aquellos «de los que se hace memoria y han sido aprobados en su tiempo por el tribunal eclesiástico de prelados de Astorga.

Ahí está la historia de la hija del licenciado Gómez de Ares Bahamonde, Doña María de Maldonado, que siendo niña en 1618 sobrevivió a una gangrena cuando ya los cirujanos se preparaban para cortarle una pierna. Sus padres «antes de permitir que se llegase a ejecutar tan dolorosa cura la hicieron llegar en un colchón, envuelta en una sábana, ante la Soberana Imagen», que obró el milagro y la sanó.

O la del «horroroso incendio» de la casa de Doña Beatriz de Cancelada, que si no se extendió a todo un barrio de la ciudad en 1622 fue porque la Virgen no lo quiso. Y porque los fieles la colocaron delante de la calle en llamas para que la obedecieran los vientos y el fuego se apagara.

O la de la mujer del alguacil de la villa Antonio Fuertes, «llamada Pascuala», que agobiada por una larga enfermedad quiso suicidarse clavándose unas tijeras en el pecho, primero, y luego arrojándose a un pozo, momento en que al caer invocó a la Virgen. Cuando la sacaron del pozo, cuenta González del Valle, no solo estaba viva, sino que no había ni rastro de la enfermedad ni de la herida de las tijeras.

También la del niño de 11 años Agustín Arias Boto, hijo del Regidor de la villa, que en 1670 casi se ahoga en el Sil porque la yegua que llevaba a beber entró desbocada en el río, «donde llevaba más fuerza el agua y era más rápida la corriente». De no ser por el párroco de Santo Tomás, que lo vio todo y de rodillas le rezó a la Virgen, el niño no hubiera atravesado el caudaloso Sil agarrado a las crines del animal.

La mujer curada dos veces

Otro fuego en la calle del Paraisín, otro hombre que estuvo a punto de ahogarse tras caer al Boeza desde el puente, un vecino de Matarrosa que pegó fuego a unas matas en 1707 y las llamas hubieran devorado toda la dehesa de Toreno si la invocación a la Virgen no las hubiera detenido de repente; un niño liberado de los escombros, otro que cayó a un pozo... así hasta llegar a la historia de María Manuela de Mendonza, hija del escultor Juan de Mendoza y de Micaela Barredo y nacida «tullida y valdada (sic)» de medio cuerpo para abajo.

La mujer llegó a Ponferrada desde Santiago en 1706 y comenzó a rezarle a la Virgen. Hasta que un día, después de soñar que se ponía buena, «advirtió que la Virgen despedía de sí un resplandor tan fuerte que llenaba toda la Iglesia» y se desmayó. Cuando despertó después de doce minutos de inconsciencia andaba perfectamente.

Pero cuenta González del Valle que el día en que María Manuela quiso dejar Ponferrada, se cayó del caballo después de despedirse de la Virgen y quedó «más valdada» que antes por su ingratitud. Y solo cuando prometió ser «esclava de Nuestra Señora» recuperó la salud. El prodigio se repetía y María Manuela vivió el resto de sus días en Ponferrada.