HISTORIAS EXTRAORDINARIAS DE GENTE CORRIENTE
Libertaria, la hija del molinero clandestino que nunca perdió su nombre
«Tu padre no va a volver», se reían de Libertaria Arias, hija de un detenido en San Marcos a la que cambiaron el nombre legal, cuando tenía seis años y le esperaba diario en la estación de San Miguel de las Dueñas. Pero volvió.
El DNI dice que se llama Oliva, pero Libertaria nunca perdió el nombre que le pusieron al nacer. Tampoco se cansó de esperar el regreso de su padre en la estación de trenes de San Miguel de las Dueñas, donde se los ferroviarios se burlaban de ella, a punto de acabar la Guerra Civil, porque sabían que a Antonio Arias, el molinero del pueblo, se lo habían llevado detenido a la cárcel de San Marcos en León. Y de allí no se volvía.
Libertaria Arias Fernández tenía seis años en 1939, cuando le cambiaron el nombre legal para evitarle problemas, y todos los días aguardaba en el andén la llegada de tren de León. Espera a que se bajaran los viajeros, por si alguno de ellos era su padre, y cuando no quedaba nadie y los ferroviarios se reían de ella —’tu padre no va a volver’, le decían— se iba sola a casa con la idea de regresar al día siguiente. Erre que erre. Y no dejaba que le llamaran Oliva.
«A mí me bautizaron dos veces, pero el nombre de Liber no lo perdí nunca. Tampoco lo escondí, siempre me llamaban así en casa», le cuenta al periodista 84 años después, en el café que hay debajo de su casa en Ponferrada, acompañada de su nieto Alejandro Campillo. A sus 90 años, Libertaria muestra el Acta de Nacimiento extraída del Registro Civil donde está escrito con apretada caligrafía en uno de los márgenes del documento cómo el 28 de marzo de 1939, dos días antes de que acabara la Guerra Civil, su madre Pilar Fernández comparecía ante el juez municipal y el secretario suplente del Ayuntamiento de Congosto para, «con el marido ausente»—era el eufemismo que se empleó para esconder que Antonio Arias estaba preso—, y «haciendo constar que habiendo considerado tendencioso el nombre de su hija, la hembra con el nombre en el acta de enfrente» —no se atreve el funcionario a escribir Libertaria— solicitar que «sea sustituido por el de Oliva». Una fórmula que se repetía en aquellas fechas por toda España, perdida la guerra la República, con otros niños registrados con nombres de ecos anarquistas.
Alejandro Campillo cuenta que a su bisabuelo, el molinero de San Miguel de las Dueñas, lo detuvieron tres veces. Pesaba sobre él la sospecha de que era de los que habían profanado el convento de la localidad en uno de los actos anticlericales que marcaron los primeros años de la Segunda República. «Un amigo falangista intercedió por él, pero a la tercera vez que lo detuvieron ya no puedo sacarle de San Marcos y lo enviaron a cavar trincheras al frente del Ebro», relata Campillo. Y de allí tampoco era fácil volver.
Ni Libertaria, ni su madre, ni sus hermanos sabían qué había ocurrido con Antonio. Y la niña de seis años —Oliva para quien no fuera de casa— no dejaba de acudir a diario al andén, por si acaso volvía. «Le iba a esperar todos los días a la estación y el guardagujas y el jefe de estación se reían de mí y me decían que a mi padre no lo iba a volver a ver».
Hasta que un día llegó un tren de León.
Se bajaron varios viajeros.
Y entre ellos, había un hombre que le recordaba a su padre.
«Le seguí hasta el callejo donde estaba la casa de mis abuelos y cuando se metió en él, vi que ese hombre era mi padre de verdad y lo llamé ‘papá’.
—¿Y qué hizo él?— pregunta el periodista, delante de la taza fría del café, bajo la casa donde vive en Ponferrada a sus 90 años.
«Se volvió y me subió en brazos. Después me dijo; ‘ya te había conocido, pero te dejé a ver qué es lo que hacías’», cuenta Libertaria, que nunca perdió su nombre y no se ha olvidado de la llorera que cogió el día en que recuperó a su padre.
El molino clandestino de Toreno
A Antonio Arias lo liberaron acabada la guerra, pero no le dejaron recuperar su oficio. Para alimentar a su familia, alquiló de forma clandestina un molino de Luis Pestaña que había quedado libre en Toreno. La Guardia Civil de la localidad hacía la vista gorda porque todos los días les dejaba pan. Y Antonio tenía quien le avisaba cuando el inspector de turno se subía al tren correo en Ponferrada para bajarse en Toreno. Cerraba entonces el molino, lo limpiaba todo, y cruzaba los dedos.