EL ECLÍPSE MÁS EFÍMERO
El día en que la sombra de la Luna tapó el Sol en Cacabelos
Otro eclipse como el que se ha observado estos días trajo el 17 de abril de 1912, dos días después del hundimiento del Titanic, a un nutrido grupo de astrónomos al Bierzo para registrar un fenómeno que fue total durante dos segundos
Vinieron en busca de la sombra de la Luna. Y durante dos segundos la encontraron en Cacabelos.
Dicen los periódicos que el eclipse de Sol que esta semana ha sido visible desde la Tierra ha sido un rayo de oscuridad que atravesaba América. Y que apenas se ha dejado notar en España. Pero hace más de cien años, un eclipse anterior, un fenómeno efímero, llenó la villa del Cúa de astrónomos enviados por los observatorios de San Fernando y de Madrid, por el Ministerio de Instrucción Pública, y por la Universidad de París para ‘cinematografiarlo’. Era el 17 de abril de 1912, dos días después del hundimiento del Titanic, y Cacabelos, decían los expertos, era el mejor lugar para ser testigos del quinto eclipse solar que se podía observar en la Península Ibérica en el plazo de medio siglo.
Dos días antes, mientras el barco más grande del mundo naufragaba en Terranova, Diario de León ya daba cuenta de la llegada de la comisión científica internacional a Cacabelos. Allí estaban «los señores Cos y Tinojo», del Observatorio de Madrid, encargados del «examen telescópico y espectroscópico». Allí se dejaron ver «los señores Carrasco y Aguilar», y su tarea era «la impresión fotográfica espectroscópica y de la corona solar». Desde París habían llegado los doctores Fred Vies y Jacques Carballo. «Tratan de cinematografiar las fases del eclipse y será muy curioso para la ciencia y para todos si estos señores obtienen el resultado que que esperan y podemos ver reproducida sobre un lienzo toda la grandeza del espectáculo que se avecina», se leía en Diario de León.
Otro ilustre visitante era el director del Observatorio de San Fernando, el general Tomás de Azcárate «y su simpático hijo». También se esperaba la llegada, un día antes del eclipse, del inventor del sistema de lentes para observar el fenómeno, «el señor Abreu».
Y no faltaba, sobre todo, un personaje que daría para una novela y que gozaba de una enorme reputación como astrónomo desde el día en que, a los 21 años, había sido capaz de descubrir un cometa a simple vista y bautizarlo con su nombre; el corresponsal científico del diario madrileño El Liberal, Mario Roso de Luna. Hasta su apellido parecía un guiño.
«Trata este señor —escribía M.V, el autor del texto publicado en Diario de León— de investigar la causa productora de las ‘sombras volantes». ¿Sombras volantes? El texto de hace ciento doce años se deslizaba hacia el territorio del misterio cuando el redactor escribía que en el eclipse de 1905, «las sombras que en aquel momento proyectan los objetos presenta un aspecto extraño, como recortadas y con un movimiento de vaivén rapidísimo, tembloroso, algo así como se observa en el aire sobre los terrenos en días de mucho calor».
Para tratar de resolver el enigma, Roso de Luna, que combinaba su pasión por la ciencia con su afición por lo oculto y la Teosofía, iba a instalar «cuatro planos formados por lienzos que, colocados en posiciones distintas, proyectarán unos esas sombras y en otros las marcará él con trazos y tratarán al mismo de tiempo de fotografiarlas cuatro máquinas dispuestas al efecto».
Con semejante colección de aparatos y científicos fascinados por la contemplación de las estrellas, la comisión colocó una fila de personas cada cien metros a lo largo de la carretera entre Villafranca y Ponferrada para que, «provistos de los cristales adecuadas», observaran el fenómeno y ayudaran «a determinar la faja o zona eclipsada nuestra península».
La duda estaba en si el eclipse de Sol sería total o solo anular. Casi un siglo después, el experto de la NASA Fred Espenak tenía claro que aquel fenómeno que tanto revuelo había generado entre la comunidad científica y tanto asombro había causado entre los vecinos de Cacabelos que asistieron a su desembarco con todo tipo de lentes, telescopios y camarógrafos, solo durante dos segundos había sido un eclipse total —el de 1905 se había prolongado durante tres minutos en la ciudad de León—, aunque en lugares como Villablino, los observadores creyeron que solo había sido parcial.
Registrado para la historia quedó el nombre de Amadeo Pérez, que escribió una nota desde la localidad de Fresnedo, su punto de observación. «La totalidad tuvo lugar a las 11 horas y 55 minutos, cuando apareció como un alambra de fuego rodeando el disco negro de la Luna» Y decía Pérez, que además de buen observador sabía cómo contar lo que veía que «es alambre, en el momento culminante, y con una rapidez asombrosa, se rompió, despidiendo multitud de rayos, volviendo instantáneamente a aparecer la luz del Sol». Y añadía «que las palomas fueron poco a poco recogiéndose, y las gallinas corrieron en dirección del gallinero», según recopilaba para Diario de León en 2005 el secretario de la Asociación Leonesa de Astronomía, Saúl Blanco.
Pero para testimonio, el del entonces secretario del Ayuntamiento de Toreno, Adolfo Fernández, que provisto de «un tubito de bolsillo de cristales ahumados» contempló el fenómeno asombrado. «Momento fue este que no olvidaré jamás por lo grandioso y raro que a mi pobre y corta inteligencia le pareció el satélite: quedó ante mi vista como un pandero con cuatro ranuras en forma de cruz aspada, para colocar las sonajas; por ellas despedían haces de luz tan intensos, tan brillantes, y de tantos colores que ya no me es posible definir». Y decía Fernández que «lucieron multitud de estrellas en casi todas direcciones, y todo eso unido a la casi total obscuridad de un día que desaparece; las liebres que cerca de mi estaban salieron en vertiginosa huida; los pájaros, que como por encanto enmudecieron, y el silencio sepulcral que por un instante invadió este pueblo y cercanías, me inclinan a creer que el eclipse fue total».
Toda la prensa de la época se hizo eco del éxito de los científicos que querían captar el «espectro-relámpago», esas ‘sombras volantes’ de las que hablaba Roso de Luna. Y más de un fotorreportero se acercó también al Bierzo. La casualidad, o quizá fuera otro guiño de la filosofía ocultista que practicaba el astrónomo más conocido de la época, quiso que por aquellos días de abril también se hundiera el Titanic después de rozar un iceberg en su primera travesía.
Publicaciones gráficas como la revista Nuevo Mundo informaron a la vez de los dos sucesos; el alambre de fuego que había tapado el Sol en Cacabelos, durante dos segundos, y las aristas de hielo que habían reventado el casco del trasatlántico más famoso del planeta. Todo el esplendor del nuevo mundo industrial, el orgullo de la White Star Line, la naviera de la Estrella Blanca, eclipsado por una sombra congelada.