El último bar de Santa Cruz apaga la luz y el candil de varias generaciones de mineros
Llegó a haber catorce bares separados en dos barrios que vivían del carbón, pero solo resistía el de Changuita, que acaba de decir adiós
Un cuadro colgado junto a la ventana del bar Changuita de Santa Cruz del Sil siempre ha dejado claro que este era el «centro deportivo, cultural y social de los trastornados del pueblo». Tal vez la recta final del enunciado sea solo ironía, pero lo que empieza diciendo no puede ser más verdad. Aquí, como en los otros trece bares que llegó a tener esta localidad perteneciente al municipio de Páramo del Sil, se desarrollaba la vida. Aquí se juntaban los mozos, se jugaban las partidas, se componían canciones, sobre todo para Carnaval; empezaban relaciones y se olvidaba durante un rato que al día siguiente había que volver a trabajar y la mina solía ser el destino de todos. Algunos iban casi directos del primero al segundo lugar y lo mismo en sentido contrario.
Ahora, Elena se jubila y con ella lo hace el bar. Este hecho poco extraño en tiempos de recesión demográfica en el medio rural cambia el latido del pueblo, que queda huérfano de bar y deja vacía la acera donde se reunía la gente. 43 años llevaba ella, junto a su marido Miguel (Changuita), atendiendo tras la barra de un establecimiento que tuvieron primero sus padres y, después, cogieron sus suegros. Aunque antes de todos ellos, ya había sido de Regina.
En Santa Cruz viven, ahora, 89 personas. Catorce de ellas, en el barrio de La Vega, al pie de la carretera minera CL-631, ya mucho menos transitada. Es una cifra insignificante para lo que aquello fue, un hervidero de gente ligada a la labor en la mina. Estaban los oriundos y los que venían de fuera a trabajar en una industria necesitada de mano de obra que en Santa Cruz tenía de todo: pozos, cargues, lavaderos y otras instalaciones de apoyo. Y por ahí pasaba el tren que unía El Bierzo y Laciana.
Eran varios los vecinos que alquilaban habitaciones en sus casas para dar cobijo a forasteros. Muchos de ellos de Galicia, como Pepe el sastre, que llegó de Orense para ser minero y acabó desarrollando aquí su oficio. A principios de los 80, había más de 500 personas y hubo momentos mejores.
Así creció Santa Cruz hasta tener para repartir entre catorce bares. El de Blas, el de Julio y Sabina, que tenían también un almacén de pienso; el bar de Marcelino, el de Gabino y Matilde, el de Lucio y Licinia, el que llevaba Antolino, que al mismo tiempo era estanco y lugar de comilonas para las pandillas de quintos. El bar que regentó Manolo, el de Benigna y Horacio, que se aprovechaba para el baile; el de Evaristo y Remedios y el que Emiliano abrió en la Capicha.
Todos estos fueron bares y mucho más. Algunos eran también tiendas de ultramarinos y hospedajes, servían comidas o fueron parada de un taxi que conducía el mismo hombre encargado de servir los cuartillos de vino y las jarras de cerveza con gaseosa que, por costumbre, se bebían a morro.
Hace días que Elena decidió apagar la luz para siempre y lo fue haciendo poco a poco. De aquellos tiempos de trajín y rondas interminables en los que el bar estaba abierto de continuo, había pasado a un horario de tarde ya en los últimos años. Abría siempre a mediodía para servir algún café y alargaba un poco las horas, pero sin apenas gente. Solo algún acontecimiento extraordinario, como las fiestas patronales, el magosto que ellos mismos organizaban y, sobre todo, la carrera Alto Sil rompía esa monotonía. Pero de eso no se vive en un pueblo con pocos vecinos y la gran mayoría mayores, asegura ella, que no oculta que siente pena por lo que queda detrás, que es tanto como una vida.
«Esta temporada de atrás, ya empecé a venir cada vez un poco más tarde, porque veía que ya no había gente ni para el café. Iba dando largas a cerrar, pero ha llegado el momento. De esto no vive nadie. Yo he ido aguantando hasta jubilarme y porque el local es nuestro. Si hubiera tenido que pagar una renta, habría sido imposible, porque no salen las cuentas. Un bar vive de los clientes del día a día, no de fines de semana ni de quienes vienen unas semanas en verano, el mes de agosto y no entero», relata Elena, que pone fin a una etapa en la que se recuerda feliz y querida por sus clientes.
Ella no sabe apuntar el momento en el que el bajón fue más grande. El declive ha sido progresivo. Los mayores ya no están y los jóvenes han tenido que irse por la falta de trabajo. Santa Cruz del Sil es uno de tantos ejemplos de esos pueblos de bolsillos llenos a los que el carbón trajo prosperidad y como vino se fue cuando las minas cerraron, hasta dejar un roto en la faltriquera.
«El bar es donde mejor se ve como decae un pueblo», dice ella. Y sin bar también deja de haber pueblo, que se apaga como Elena apagó la luz y se apagaron, primero, los candiles de los mineros.
Varios trofeos de caza cuelgan de las paredes del bar Changuita, casi rozando el techo. Algunas sirven de percha para colgar camisetas de la carrera de montaña que llena el pueblo un fin de semana al año, siempre el último del invierno. Un escudo de la Sociedad Deportiva Ponferradina comparte altura con los del Barcelona y el Real Madrid y hay dos fotos de buen tamaño en las que ve se Santa Cruz. No faltan en los estantes varios recuerdos mineros y otras piezas de museo que se mantendrán donde están, como las copas de los partidos ganados por los locales y la botella de Veterano.
El de Changuita es un bar de pueblo en un pueblo que queda sin bar después de haber sido «snack bar, pub, bar musical y centro deportivo, cultural y social», como bien apunta el letrero colocado junto a otro que declara a Santa Cruz «capital de la república independiente de las brañas».