El sacerdote que dejó de creer en Dios tras vivir atemorizado por el infierno
Primitivo Martínez acaba de presentar en Faro el libro en el que cuenta su reconversión personal de profundo creyente a agnóstico batallador
Cuando la pandemia, Primitivo Martínez decidió refugiarse en Faro (Peranzanes); no por miedo, sino por tranquilidad. Así que dejó Puerto Rico, donde vive desde hace 50 años, y volvió al pueblo de sus padres como acostumbra a hacer cada verano, aunque sin serlo. Aprovechó ese retiro en 2019 para empezar a escribir un libro. Del sacerdocio al agnosticismo, se titula y es la historia de su vida.
Lo terminó en la isla del Caribe y lo publicó en 2021, pero no fue hasta hace unas semanas cuando lo presentó formalmente en la plaza de esa localidad de Fornela en la que siempre quedan sus raíces. Primitivo fue sacerdote nueve años, aunque a la tarea puramente pastoral dedicó solo uno. Después y también un poco antes, dejó de creer en el dios al que se había aferrado siendo adolescente para «salvar mi alma del infierno».
Primitivo nació en Matarrosa del Sil y a los 10 años se trasladó a Ponferrada para continuar con sus estudios. Se instaló con su familia en Flores del Sil y ahí estrechó su relación con la Iglesia. Fue monaguillo y practicante convencido hasta extremos que ni él mismo entiende ahora. «Era un chaval con una sensibilidad especial, de conciencia escrupulosa, y me torturaba el concepto de pecado. Tenía miedo al infierno y un complejo de culpa terrible. Iba mucho a la iglesia y creía ciegamente, en demasía», recuerda.
Pensó que ordenándose sacerdote «podía salvar mi alma y la de los demás» y así lo hizo. Cuando terminó el bachillerato en el Gil y Carrasco, ingresó en el Seminario de Astorga y se ordenó en 1965. Tenía 24 años. Estuvo un año en parroquia y, después, dos años dando clase en el Seminario Menor de La Bañeza y otro más en Puebla de Sanabria (Zamora), hasta que se fue a Madrid para estudiar. Se licenció en Ciencias Políticas y en Ciencias Sociales, de la que también sacó el doctorado.
Primitivo ya empezó a dudar de su creencia siendo profesor en La Bañeza y leyó libros hasta aquel momento ajenos a sus intereses. «Empecé a leer a Unamuno y a otros autores avanzados y vi que no era lo que yo pensaba», explica. Quiso seguir profundizando y en Madrid se produjo la transición definitiva. De creer ciegamente a la nada. De cura a agnóstico. No fue un camino fácil, aunque sí «liberador». «Ese cambio fue un trauma terrible después de haber creído en Dios profundamente. Tuve una crisis personal, pero no me costó sufrimiento psicológico. Fue un proceso evolutivo lento y racional», relata.
Ahora, llama «adoctrinamiento» a lo que vivió siendo un niño y asegura que «de haber seguido con aquellas creencias, hubiera desperdiciado mi vida, me hubiera engañado a mí mismo y hubiera engañado a los demás. Habría hecho un acto de inconsciencia, de hipocresía y de falta de autenticidad. No hubiera sabido lo que es la felicidad», expresa Primitivo Martínez.
Para él la Iglesia es «sacrificio» y Dios «un mito» como cualquier otro de la mitología griega que también conoce bien. «Vi que la Iglesia en vez de ser positiva, era negativa; que cometió errores garrafales violando todas las leyes, que persiguió y masacró a quienes pensaban diferente si no renunciaban a sus dictámenes científicos, que marginó a la mujer durante siglos. Vi, en la iglesia, antihumanidad», resume el autor. Y en este salto que dio perdió varios amigos y ganó algún enemigo, porque lo que no tiene Primitivo son pelos en la lengua para decir lo que piensa: «Dios no creó el mundo Adán y Eva nunca existieron, luego no hubo pecado original. Y si no hay pecado original, no hay redención. Y si no hay redención, Jesús no fue dios redentor y la Iglesia no tiene ningún sentido».
Estando ya en Madrid cursando sus estudios, Primitivo Martínez marchó cuatro verano hasta San Juan de Puerto Rico para trabajar con la juventud por mediación de un párroco que había estado en Flores del Sil. Allí, en aquella parroquia, conoció a la que después fue su esposa y el germen de su familia. Cuando terminó la tesis doctoral, regresó para quedarse en el Caribe y se casó. Se convirtió, entonces, en profesor universitario de Ciencias Políticas y Economía y a esa labor dedicó ocho años, hasta que lo echaron —dice— por organizar una huelga por «las injusticias que había y la mala gestión».
Sin trabajo, abrió una librería que distribuía para toda la isla y que mantuvo hasta su jubilación. Ahora hace balance de aquello y se siente un hombre feliz. «Mis hijos y mis nietas son la mayor fuente de felicidad. Un cura, por ese celibato absurdo y estúpido, no puede ser feliz porque no sabe lo que es el amor, no sabe lo que es la sexualidad, no sabe lo que es la paternidad. Eso es horrible», defiende.