PARAÍSO NATURAL Y SEMILLA DE LA DISCORDIA
Palacios de Compludo: el veneno del pan negro y un oasis para los pájaros
La Reserva Ornitológica creada por la asociación Tyto Alba y el Ayuntamiento de Ponferrada en un pueblo que sobrevivió al fuego cumple 25 años
Antonina y Purificación eran hermanas. Dos ancianas convertidas en las últimas vecinas de Palacios de Compludo, uno de los pueblos más aislados y más vacíos de la montaña de Ponferrada hace cuarenta años. Y la vida era áspera en aquel lugar de piedra y pizarra donde las dos hermanas comían pan negro.
Palacios de Compludo era entonces y sigue siendo ahora el último pueblo de la carretera. Si es que se podía llamar así al camino de carretas que entonces conducía desde Compludo y su famosa herrería a la aldea abandonada por el resto de vecinos.
Antonina y Purificación vivían rodeadas de naturaleza. Si levantaban la cabeza y la vista no les fallaba podían seguir el vuelo de las aves rapaces, de los cernícalos y los gavilanes, de las águilas reales o el halcón peregrino, o de otras aves como el trepador azul o el carbachuelo. Porque en Palacios, la Reserva Ornitológica que la asociación Tyto Alba y el Ayuntamiento de Ponferrada crearon por convenio hace ahora 25 años, se han contabilizado hasta 75 especies de pájaros. Todo un oasis en tierra de eremitas, de gentes esquivas y aisladas. Como las dos hermanas.
Porque Antonina y Purificación, octogenarias, frágiles, estaban enfadadas. «No se hablaban, pero se ayudaban», cuenta el presidente de Tyto Alba, Miguel Rancaño, al pie de su casa en Palacios, el pueblo al que se mudó en los años noventa y donde no le importó vivir durante cuatro largos y silenciosos años sin luz eléctrica. No no se hablaban, pero se necesitaban. «Una le dejaba a la otra una cesta con nueces o con habas... vivían muy aisladas y sabían que se necesitaban. Imagínate por estas laderas, que una se rompía una pierna y no se enteraba nadie».
Fueron las dos últimas vecinas de Palacios antes de que se las llevaran a un asilo. Antes de que una barriada del pueblo abandonado quedara devastada por un incendio forestal que se metió en la población. Antes, también, de que la asociación Tyto Alba se fijara en aquella aldea desierta y en la riqueza de su naturaleza. «No solo son los pájaros, aquí hay tantas especies de mariposas que también se podría crear una micro-reserva», añade Rancaño mientras enseña a este periódico el pueblo, convertido en un ejemplo de arquitectura recuperada y residencias de forasteros y de antiguos vecinos que han arreglado allí una segunda vivienda. Un pueblo que incluso llegó a vivir a comienzos de este siglo, justo después de la creación de la Reserva Ornitológica, un verdadero boom inmobiliario que encareció los precios. Un pueblo, qué paradoja, que después de ser abandonado fue víctima de la especulación.
¿Y cómo un grupo conservacionista, que ya había tenido sus más y sus menos con los cazadores en Lago de Carucedo, se involucró tanto como para restaurar una de las primeras casas, convertir el pueblo en su sede, incluso mudarse allí como Rancaño?
«Fue un antiguo vecino, Francisco Benéitez, el que nos engañó a base de vino y de jamón», dice el responsable de Tyto Alba. A Benéitez, ya fallecido, lo habían abandonado sus padres con cinco años. «Se fueron y lo dejaron en el pueblo. Acabó de pastor», cuenta Rancaño. Y Benéitez no quería que su pueblo se muriera. Junto a Tyto Alba, crearon la Asociación de Vecinos y presentaron a la administración un proyecto para reforestar la zona y combatir los incendios forestales que en los años noventa seguían siendo una amenaza: primero ochenta hectáreas de monte para repoblar con especies autóctonas y pino silvestre, después, como no resultaba atractiva, hasta 350 de montes de utilidad pública. Así salvaron la montaña y le dieron una segunda oportunidad al pueblo. La colaboración de Arquitectos Sin Fronteras y las líneas de subvenciones para arreglar el patrimonio rural han hecho posible que hoy la mayoría de la veintena de casas de piedra, con galerías de madera y tejados de pizarra, de Palacios de Compludo estén restauradas y habitadas en verano. Aunque el efecto secundario haya sido el incremento de los precios y unos años de especulación donde algún promotor berciano hizo un buen negocio adquiriendo viviendas ruinosas para ponerlas en el mercado inmobiliario, relata, con cierto pesar, Miguel Rancaño.
Llegaron los años de esplendor de la Reserva, cuando profesores de la Universidad de León como el catedrático de Zoología Francisco Pancho Purroy, se dejaba caer por el pueblo con alumnos universitarios que pasaban una semana alojados en las casas, antes de la pandemia. «Esta es la reserva más estudiada», cuenta Rancaño en presencia del propio Purroy, ya jubilado, y de su esposa Soledad, que también tienen una segunda residencia en Palacios y estos días pasan una temporada en el pueblo antes de volver a León. «Identificaban las aves, los nidos y estaban aquí unos días», cuenta Purroy, buen colaborador de Tyto Alba. Unos 400 estudiantes se pasaron así por la aldea recuperada.
Pero no conviene idealizar Palacios, aunque sea un paraíso natural, con una espectacular cascada en las cercanías, una ‘ruta del Oso’ a Bouzas, y por fin libre de incendios forestales, a pesar de que en su momento, la causa judicial abierta para aclarar el origen del fuego que en 2017 volvió a devorar 300 hectáreas quedara en nada. Las sospechas contra un ganadero de Bouzas acabaron archivadas en el juzgado.
Lisergia, un pueblo a escala
No conviene idealizarlo, no. En Palacios de Compludo viven tres personas todo el año. Dos se llevan bien, son miembros de Tyto Alba. Y uno no se habla con ellos. La maldición de Antonina y Purificación sigue viva.
Tanto que tampoco han faltado la tensiones entre antiguos residentes, con los cazadores, incluso entre los propios miembros de la asociación. «La convivencia, en un lugar tan aislado, no siempre es fácil», reconoce Rancaño mientras enseña al periodista un muro formado por casas de piedra diminutas que ha levantado en los últimos años. Un pueblo en miniatura donde crecen las siemprevivas y al que ha bautizado con el nombre de Lisergia, como el efecto que provoca el consumo de alucinógenos; un guiño irónico a las rencillas que afloran en los pueblos pequeños y que partió de una película gamberra: La matanza caníbal de los garrulos lisérgicos (Antonio Blanco y Ricardo Llovo, 1993). Y también, afirma, al veneno del pan negro del que se alimentaban en Palacios. Porque Miguel Rancaño sospecha que en el cornezuelo del centeno, «un hongo parásito que genera ácido lisérgico como el LSD y contaminaba la miga», está la semilla de la discordia.