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Publicado por
León

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Supe, a destiempo, la muerte del médico Luis Barcia, como hace algunos años conocí la muerte de su hermano, el también médico, Emilio Barcia. La noticia se me perdió por ahí, en un limbo del cerebro, pero hace unos días leí un hermoso artículo de Jesús Courel acerca de la desoladora situación en que se encuentra el negocio de los Barcias tras la muerte de sus fundadores, y de ahí pasé a caminar por una Ponferrada que ya no existe, y que es en la que vivo buena parte de mi tiempo, y que no me falte. En esa Ponferrada de 1960/65 los hermanos Barcia representaron, mejor que nadie, la imagen de la gloria y de un cierto desdén cosmopolita. Los Barcias eran ricos, eran médicos, eran cultos, escribían libros atrabiliarios, andaban de pantalón vaquero al atardecer y Emilio -al que yo veía más- tenía una mujer hermosa y madrileña y una hija que nos gustaba a los chavales. Así eran los Barcias para mí cuando yo era niño; cuando estas imágenes sucedían en un bar con terraza que tenía el Teatro Edesa, que entonces era el lugar más «chic» de la Puebla en los veranos. Los Barcias, con quienes nunca llegué a cruzar palabra, procedían de la montaña, de Ancares creo, pero ellos habían derruido con muchas ciudades y estudios, barbas y galanuras aquellos orígenes remotos y hacían en Ponferrada una vida que era mezcla de realidad y de ficción. La realidad eran sus consultas médicas y sus obligaciones hospitalarias, y la ficción era todo lo demás: los textos que escribían; sus viajes por la comarca para abastecer su comercio de artefactos; su porte olímpico entre la ciudadanía; su estar y no estar y aquel extraño y aristocrático descuido en el que mantenían sus propiedades urbanas. Los Barcias vivían con una misteriosa confusión su querencia por los aperos y las ruecas, y regalaban distancia y desconcierto a Ponferrada, algo que siempre ha de venir bien a una urbe tan práctica, concreta y mercader como era; una ciudad de contables de las minas. Los Barcias, para lo que hoy se estila, no murieron muy mayores. Cabría decir que el destino les robó ocho o diez años por cabeza. Ocho o diez años para volcarse en sus escritos de historia del Bierzo, en sus exploraciones por la Somoza, en sus descubrimientos artesanos, en su perplejidad de fondo. Pero vivos o muertos, los Barcia hoy estarían -están- muy lejos de aquel pequeño esplendor de Ponferrada al que rindo homenaje en este artículo, sabiendo que ya no es más que ceniza y agua, olvido y un sol que parpadea: el de mi infancia en la Puebla, cuando los Barcias eran jóvenes y parecían de París.