LA FRAGUA FURIL Manuel Cuenya
Los Goya y la guerra que viene
Se supone que el ser humano, en cualquier estado democrático, tiene libertad de opinión. Luego puede ejercerla. El ciudadano está en su derecho de decir «no a la guerra que se atisba». No somos súbditos ni peleles al servicio de un poder absoluto y absolutista, sobrehumano y despótico. No vivimos en tiempos dictatoriales. Nos parece. Aunque en ocasiones tenemos la impresión de vivir bajo la tiranía de alguna entelequia perversa y retorcida (valga la redundancia). Todos los poderes, en el fondo de su esencia, son una mierda con la que pretenden embadurnarnos la jeta, o bien dorarnos la píldora. Y a mandar, que para eso estamos. La libertad de opinión es una quimera. La quimera del oro. La tan ansiada piedra filosofal. Una piedra que, por lo demás, se nos cae de entre las manos. Por consiguiente, no logramos entender el revuelo que se ha montado a raíz de Los Goya, porque los cineastas hayan decidido mostrar su desacuerdo con la guerra: la llamada guerra del petróleo. Hubo incluso un tipejo, de cuyo nombre no quiero acordarme, que pidió la dimisión de la presidenta de la Academia de cine, Marisa Paredes. Cuanto soplapollas anda suelto por el mundo alante. Y cuanto guerrero lameculos y jiñado resurge de entre la podredumbre fascistoide. Ver para creer. Como muchos otros españolitos vimos el espectáculo de Los Goya, sobre todo porque estaban nominados dos directores artísticos, Gil Parrondo y Félix Murcia, que han impartido clases en la Escuela de cine de Ponferrada, y con quienes, además, hemos tenido el gusto de compartir charla y mantel. Al final, ni uno ni otro se llevaron el Goya. A decir verdad, la ceremonia de estos premios fue un tostón. Un poco insoportable. Algo así como la insoportable pesadez de lo grotesco. Muy en la línea de Lina Morgan, a quien no aguantamos, que nos disculpe. Acaso los artistas podrían haber hecho uso de sus facultades artÝsticas, y sus estrategias sublimes y subliminales, para mostrarnos el horror de la guerra y el holocausto. Como bien nos enseña Polanski en esa obra maestra del cine que es El pianista. Pero decidieron entrar a saco, por la vía directa de la cruda realidad, enseñándonos el papelito colegial de No a la guerra. Están en su derecho, sin embargo, de expresarse con toda naturalidad. No creemos, de ningún modo, que los profesionales del mundo del cine hayan incurrido en un error, como dijera la ministra de Cultura, sino sólo en una falta artística. Si a un actor se le hubiera ocurrido parodiar a Aznar como Chaplin lo hiciera con Hitler en «El gran dictador» , el arte se habría impuesto a la guerra. Y los artistas tal vez habrían ganado la batalla.