Diario de León

LA GAVETA César Gavela

Luis del Olmo

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León

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Como tantos millones de españoles, hace muchos años que escucho a Luis del Olmo. La primera vez fue en 1970, en un recorrido en autocar desde Cangas del Narcea hasta Oviedo. Mi padre, que era viajante, me había acerc do a Cangas, por donde pasaba su ruta, y desde allí continué la mía en un autocar manejado por un chófer épico cuyo talento convertía en autopista una carretera estrecha, rodeada de barrancos. Una hora después de salir de Cangas del Narcea, cuando el paisaje ya era menos sinuoso, el conductor encendió la radio y surgió allí la voz de Luis del Olmo. Como es natural, no recuerdo el tema de aquel programa, pero nunca olvidé que, unas curvas después, escuché la palabra Ponferrada, y unido a ella, un comentario afectuoso de Luis del Olmo, que me produjo una gran alegría secreta que me hubiera gustado compartir con mis desconocidos compañeros de viaje. Sé que hablar de tierras natales, y del amor a esos santos lugares puede ser peligroso. Es fácil caer en torpes localismos, en irredentismos de vergüenza ajena y no digamos si estas desviaciones se desmandan por la vía criminal del fanatismo, de la etnia, o del siempre reaccionario y delirante nacionalismo. Pues bien, existe otro modo de amar a la tierra de uno sin molestar a nadie, sin decirle a nadie que sobra en esa tierra, sino todo lo contrario. Existe un amor a la tierra que es hijo de la gratitud, de la memoria, de la misteriosa casualidad que nos unió a un paisaje y a unas gentes, y bien sabemos en la comarca que Luis del Olmo ama muy profundamente a su pequeña patria y que, además, ha sabido convertir ese sentimiento en realidades muy tangibles (la última, el nuevo Museo de la Radio) y también en realidades intangibles, no menos verdaderas y sólidas: la palabra en el tiempo, ese Bierzo intemporal de las ondas. Yo creo que Luis del Olmo sintió, cuando muchacho, lo que tantos hemos conocido en Ponferrada, en tiempos ya pasados: la sensación de estar demasiado lejos de las grandes ciudades, de los estadios, del mar, de los teatros, de los famosos, de los aeropuertos, de las playas, de Francia, de Roma y del mundo. Luis del Olmo tenía que romper esa barrera. Andar y ver, comunicarse. Y ahí, tal vez, se cimentó la vocación de quien es desde hace muchos años el más famoso nombre de la radio española, que ya es decir mucho. Luis del Olmo se agarró a un micrófono, voló por emisoras y urbes, revolucionó su profesión y se hizo de todos. Mas nunca olvidó el origen, la piedra, el río, la niebla, los suyos. Porque sólo desde lo particular se llega a lo universal.

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