Diario de León

LA GAVETA César Gavela

Domingo de Pascua

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León

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Entre 1963 y 1972 pasé con mis padres y hermanos muchos domingos de sol cerca de Cabañinas, al poniente de la carretera de Asturias, en un paraíso forestal de praderas y castaños, un arroyo de cuento, una fuente vieja y los encinares al fondo. Nos juntábamos allí con otras familias, siempre muy pocas para felicidad de todos, y comenzaba a pasar el domingo con una lentitud gozosa que parecía indiferente a la vida y a las horas. Nos subíamos a los castaños, explorábamos los encinares, jugábamos al fútbol y mientras tanto los matrimonios charlaban y leían tumbados en mantas o sentados en sillas portátiles, todo el campo bajo una beatitud que debía ser la misma que evoca la sinfonía Pastoral de Beethoven. Uno de aquellos domingos, concretamente el de Pascua, acudió también al monte de Cabañinas el entonces párroco de San Ignacio, don Domingo Anta, un cura galaico de mucha retranca y de probada cultura teológica. Domingo Anta había llegado algo tarde aquel día, después de una fértil sesión de misas, y lo había ido a buscar uno de los varones de la cofradía de domingueros. Luego, ya pronto, se inició la comida colectiva, que fue muy grata como siempre, sazonada de risas y cotilleos; de noticias de personas que vivían y que morían, que se enriquecían o que se arruinaban; de los avatares, siempre problemáticos, de la Deportiva Ponferradina, y de algún que otro comentario jocoso acerca del régimen de Franco y de sus últimas miserias. Ya en la sobremesa, los adolescentes nos unimos a los adultos y charlamos todos un rato contemplando al fondo las barrancas ocres de Santalla, las lomas azules de los Montes de León, y el rebelde triángulo de nieve del pico de la Aquiana. Fue entonces cuando Domingo Anta recordó que tenía que volver pronto, por asunto de misas o rosarios, y mi padre se brindó a acercarlo a la parroquia, lo que aprovechamos para levantar el campamento y volver toda la familia en el coche. Fue un regreso muy silencioso. Particularmente melancólico. Como si volviéramos ajenos a la gran alegría de la resurrección del Creador. Veníamos callados y quedos, mustios y lentos, y fue entonces cuando Domingo Anta, muy alevoso, rompió a cantar a grandes voces un himno cristiano que empieza así: «¡Resucitó, Aleluya!». El grito de arranque surgió tan inesperado y poderoso que mi padre, asustado, trastabilló con el volante y a punto estuvimos de salirnos de la carretera y de padecer allí un terrible accidente en pleno júbilo pascual. Fue un cántico que no tuvo fin hasta que dejamos a Domingo Anta en la acera del templo.

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