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Publicado por
MANUEL CUENYA
León

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EL VERANO es una buena estación para viajar, salir del útero, y recorrer mundo. Es quizá por este motivo que el verano, desde la más tierna infancia, siempre me ha entusiasmado. Uno asocia el verano al «despendole», a la contemplación y al viaje. La contemplación, en el fondo, se asemeja a lo que algunos llaman felicidad. Ahora todo dios suele viajar en verano, porque es cuando se toman las vacaciones o días de holganza. Lástima que en demasiadas ocasiones uno tenga que toparse con demasiados turistillas tocapelotas. Al turista aplatanado se le reconoce, sobre todo, por su forma de vestir «desbarraganada», y en esa su manera de lucir bananera, salchichera o cojonera. A los turistas de tres al cuarto les encanta mostrarla. Y luego algunos se quejan de que les afanan la guita y los documentos de identidad. No me extraña. A los turistas comunes no sólo se les reconoce por esa su forma de vestir un tanto estrafalaria y provocadora, sino porque suelen ir en manada o en rebaño tras un pastor-guía que los conduce por las veredas típicas y tópicas, sendas trilladas que a más de a uno nos resultan cuando menos insignificantes. Y no es que no nos sintamos turistas comunes y corrientes, sino que a uno lo que le desagrada es andar en tropel, marcando paquete turístico. No hay nada más estimulante que viajar solo porque sólo así uno está pendiente de todo cuanto le rodea, y al mismo tiempo es capaz de saborear el mundo entorno. Nada de guías que nos sometan a sus antojadizos itinerarios. Que cada cual descubra por sí mismo lo que le interesa. A uno, en todo caso, le gusta viajar en cualquier estación del año, esa es la verdad, y en la medida de nuestras posibilidades, viajamos lo que podemos, pero en verano es como si uno estuviera más despierto y sintiera todavía más ganas de lanzarse frenético al ruedo, a la aventura. Viajar, siempre que uno lo haga a su libre antojo, entraña como cierta aventura. Viajar, por otra parte, nos ayuda a sacudirnos esa caspa invernal y paletona que muchos parecen no sacudirse nunca en su vida. Viajar fuera de la región, y aun fuera del país es otra forma de desconectar del ruido infame que nos atormenta, y de paso cargarnos las pilas cerebrales con esa energía que uno va captando y absorbiendo, si tal puede decirse, en el camino, a lo largo del recorrido, en la tierra o tierras a las que uno va a parar. Si uno va con los ojos abiertos, y el ánimo presto para empaparse de estimulación, el aprendizaje se hace sin ningún esfuerzo. Y resulta muy provechoso. Este veranín he podido viajar por la Gran Bretaña y Dublín como ciudad fetiche. Os aseguro que el viaje fue interesante. Cuenta os daré en próxima columna.