En recuerdo del abad Graciano
EL PRIMER ABAD de la restauración de Carracedo fue Prudencio, fundador de la orden de Carracedo, rival de Claravall, que llegó a ejercer su primacía sobre catorce monasterios del Noroeste. Subrayo lo de Claravall, porque en todas partes cuecen habas y las peleas entre familias monásticas no eran leves, durante todo el siglo doce, al menos. Durante tres cuartos de siglo, los de Carracedo, en la órbita de Citeaux, resistieron el empuje del todopoderoso Claravall. El último «abad» de Carracedo fue cistianado con el nombre compuesto de Tirso-Graciano que, como es evidente, es nombre de abad. Tampoco es demasiada coincidencia o premonición, porque, en aquel tiempo, los nacidos en Santa María de la Isla, estaban predestinados a pasar por las aulas del seminario conciliar de Astorga. El domingo último, el párroco don Graciano se despidió de Carracedo, en olor de multitud, amigos y feligreses. Allí estaban, desde personalidades del mundo de la cultura, como Cristóbal Halfter y su esposa Marita, hasta el más anónimo y humilde parroquiano, porque Graciano es un hombre bueno y buen pastor, sin paternalismos, sin acepción de personas, respetuoso con las creencias y afiliaciones ajenas. Un todoterreno que se desenvuelve bien en el agua, gran pescador de truchas, y en la tierra, siempre en su trabajo y en el servicio de todos. En el aire ya es otra cosa, se distrae a veces , y sus disgustos he ha costado, siendo como es, en toda la historia de Carracedo y sus restauraciones, el abad que más horas ha pasado en el andamio. El día que llegue su causa de beatificación, puede ser ese el problema, esa flojera suya en la primera de las cuatro virtudes cardinales. No pude estar a su despedida el pasado domingo, pero lo imagino algo distraído, como si el homenaje no fuera con él, sonriente y con ese sentido del humor que le caracteriza. Es una pena que personas de esa calidad se vayan de la comarca del Bierzo, su tierra de adopción, su sitio natural. Quizá quien esto firma sea una persona adecuada para glosar al último servidor de Carracedo, corazón de niño y manos milagrosas, que igual saben acoger, que ungir, o restaurar viejos muros olvidados. Parece que fue ayer cuando ambos fuimos castigados a dar vueltas, completamente en silencio, por el claustro alto del seminario, mientras nuestros condiscípulos disfrutaban el merecido recreo.