Diario de León
Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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FUI UN adolescente de mucha fe, tanta que llegué a seminarista, y eso que en mi familia nunca hubo un cura, aunque sí un proyecto: mi primo hermano Javier Barrero, que fue novicio agustino en Boñar y que ahora es nada menos que secretario primero del Congreso de los Diputados por el PSOE. Puesto a seguir con mi primo, recuerdo el verano que pasé con él, en 1964 en Ribadeo, donde su padre ejercía como secretario del juzgado, y donde dedicamos muchas tardes a rivalizar. Él estaba a favor de Ribadeo, y yo le decía que al lado de Ponferrada, una ciudad, Ribadeo era una villa, aunque pronto hacíamos las paces, por lo general hablando de Pelé, el futbolista que admirábamos. Mi primo dejó el noviciado y yo también, aunque no se llamaba así lo que cursábamos en Astorga, y ya empezó a correr el tiempo nuevo de Ponferrada para mí, ex seminarista compungido, de futuro poco claro, muchacho épico sin épica, descolocado del mundo. En aquella Ponferrada dificultosa y fea, la de los muy primeros años setenta, me salvé del punto muerto gracias en parte a los curas y eso que había huido de su ministerio. Iba mucho a verles, me fiaba de ellos y siempre aprendí cosas, que en mi caso nunca fueron de fe y del más allá, sino de sociedad y cultura, de ironía y dignidad. Yo iba de cura en cura, cada uno me daba lo que tenía. José Antonio Carro Celada me hablaba de Proust y de Kafka; Francisco Beltrán del comunismo cristiano; Miguel Rubio, el coadjutor de Flores del Sil, me hablaba de la revolución, directamente; un cura de Cuatro Vientos, José Daniel, me contaba la sociología de los barrios modestos de Ponferrada y Pepe Álvarez de Paz, mi colega ahora en las columnas, me daba consejos que continúan en vigor tantos años después, aparte de muchas risas. Añadiré que otro cura, Lauro Rodríguez, fue un hermano para mí, lo sigue siendo; y ya tengo que cerrar el abanico, aunque no voy a olvidar a José Alonso, recién fallecido. A José Alonso apenas lo traté, pero me confesó una vez, siendo niño, de un pecado mínimo e inocente: espiar a una señora desnuda desde un patio de la calle Antolín López Peláez. Se ve que me daba vergüenza recurrir al confesor habitual, que debía ser don Jacinto, en la parroquia de San Pedro, y le conté mi gran pecado a Pepe Alonso, y él sonrió ante aquel suceso, y salí contento y puro de la iglesia de San Ignacio, y luego, años después, salió Pepe para la política; fue un hombre fiel, eficaz y bueno que hizo mucho por Ponferrada. Descanse en paz.

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