Diario de León
Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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EN ESTE tiempo de Eurocopa recuerdo una, la de 1964, y no olvido que el día de la final pasé la mañana en el almacén de coloniales de mi padre y de sus hermanos, en la avenida de España de Ponferrada. Aquel almacén era una cueva de hombres buenos, de una honradez de libro, enaltecida por una gran conformidad ante la vida, y por un temor atávico a cualquier actuación mercantil que no consistiera en la estricta repetición de las costumbres de un negocio que ya era anacrónico entonces, y que empezaba a arrojar rendimientos decrecientes. Mi padre y sus dos hermanos en el almacén hablando con tantas personas que venían. Porque aquel local era un continuo filandón. Mañana, tarde y baja tarde melancólica. Un bullir de hombres del monte y la ciudad, personajes fabulosos que murieron casi todos pero que continúan vivos en el alma del barrio, regalándonos sus cuentos y bromas de vez en cuando. Sucesos y relatos, alegrías y resignaciones, y unos enfados cómicos, como de película de Charlot. Y, al fondo, el escenario: cuatro o cinco pasillos angostos a cuyos lados ascendían los sacos de legumbres, las cajas de galletas o de jabón, los dulces y licores, las jaulas de queso. Y, presidiéndolo todo, las bacaladas colgadas del techo. Aquella mañana de 1964, mientras yo jugaba alrededor de la báscula y de mi tío José, que era mi padrino, se produjo un gran debate en el almacén, bien lo recuerdo. Yo sabía poco del partido contra Rusia, entonces Unión Soviética, pero allí me enteré de todo. De la importancia del lance, de los jugadores que integraban la selección (los tenía en mi álbum de cromos), del mítico portero ruso Yashin y de la posibilidad, casi un sueño, de que España pudiera ser campeona de Europa. Un hombre hablador y desconocido llevaba la voz cantante. Rusia, decía él, y yo pensaba: Rusia, qué lejos. Rusia, que era comunista, aunque yo no sabía lo que era el comunismo. Y fue entonces cuando aquel hombre dijo que estaba dispuesto a apostar unos cientos de pesetas a la victoria de España. Recuerdo la inhibición de mi padre y sus hermanos ante el reto, que aceptó un representante de conservas. Los dos firmaron un papel sobre la mesa de mi tío Segundo. Luego aquellos hombres se fueron y aún estoy viendo la actitud de mi padre y de mis tíos, tan proclives al pesimismo. «No ganarán», decían. Pero la fatalidad no apareció aquella tarde, pues lo que vino fue la gloria del deporte: aquel grandioso remate de Marcelino que supuso el título. La mayor fiesta que nos deparó la selección. En blanco y negro.

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