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CÉSAR GAVELA - ponferrada
Ponferrada

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PENSABA escribir esta columna en la delegación del periódico en Ponferrada pero no pude. Quise ir y me quedé por el camino. La nieve y la ventisca me cerraron la puerta, tuve que instalarme en otra ciudad. Pensaba saludar a Roberto Arias, a Georgino, a Fidalgo, a De la Mata, a los demás amigos, pero estoy lejos, en un ciber café, y ahora me da por evocar la primera vez en que quise ir a Ponferrada y que no pude hacerlo. Para responder a este juego del frío, debo desplazarme a 80 kilómetros al sureste, a una urbe pequeña y fluvial, donde pasé dos años de internado, en un edificio enorme, cuadrado y blanco. Fue en La Bañeza cuando descubrí esa sensación que era más agridulce que triste: no poder ir a Ponferrada. Las estrictas normas del cenobio infantil impedían viajar a la casa paterna. Yo estaba lejos estando no muy lejos, echaba mucho de menos mi hogar y mi ciudad, y cuando volvía por las Navidades y en las vacaciones del verano empecé a notar que Ponferrada se me iba convirtiendo en otra. En una ciudad que también se marchaba de mí. Yo había decidido aquel destierro, desde luego, y luego otros, sucesivos y mucho más largos, casi y definitivos, pero no había elegido esa extrañeza nueva que iba creciendo. Creo que de sensaciones parecidas a esta surge la necesidad de escribir. En ese vacío descubrimos una voz nueva, que también es nuestra. Cabría aventurar, pues, que la literatura es hija del distanciamiento. Voluntaria o involuntariamente uno establece una misteriosa distancia con los lugares, las cosas, también con las personas. Es una distancia leve, eso sí. Un estar un poco más allá, pero también un verlo todo desde otro lado. Quien sabe si desde el revés, como dice el escritor lisboeta Lobo Antunes. Ponferrada desde hace 40 años es para mí un lugar al que nunca podré volver plenamente. Aunque vuelva de vez en cuando. Y tampoco podría volver aunque me instalara de nuevo junto al Sil y el Boeza. Porque hay un mundo denso y potente por el medio, una nieve que no deja de caer. Ponferrada perdura blanca en uno, y silenciosa. No se escucha casi nada, apenas las palabras de algunas personas muy queridas. Y la propia Ponferrada, ¿qué pensará de uno? Sólo diré que algunas veces ella te dice que des la vuelta, que hace frío. Y cuando me cuenta eso, muy de cuando en cuando, no le hago caso. No vuelvo sobre mis pasos, aguardo, y al final ella me abre las puertas. De un modo raro, eso sí. Al viajero infiel.