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Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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CUANDO TODAVÍA no acabamos de dar cristiana sepultura al ex-Papa Juan Pablo II, (te quiere todo el mundo), va y se muere el príncipe Rainiero de Mónaco, viudo de la bella estrella de la pantalla Grace. Y el mundo, volvió a quedarse mudo de estupor y recobró los emblemáticos rosarios de la abuela para enjugar tantas lágrimas derramadas. Que no todos los días se muere un Papa con más de un cuarto de siglo de ejercicio al frente del catolicismo militante; ni un príncipe, capaz de convertir un poblado de escasas dimensiones y menos dineros, en una nación incluida incluso en la nómina de las Naciones Unidas, con casino y bancos para manejar los fondos negros hasta convertirles en moneda de curso legal. Sin intentar mezclar biografías, ni derivar la atención dolorosa de los millones de peregrinantes con rumbo a Roma, no podemos evitar que se nos aparezcan el uno y el otro difunto, que Dios tenga en su santa gloria, como hacedores de milagrerías. El Papa polaco sacudiendo en cierto modo el polvo de la indiferencia hasta trocarlo avasallador fervor ecuménico. A partir del día 18 de este mes de las lluvias mil, el cónclave cardenalicio comenzará sus debates, sin prisa, pero sin perder de vista lo que mejor conviene a la salud de la Iglesia y a la mayor gloria de Dios. Y sin esperar a más, una vez cumplidos los plazos que el protocolo impone a los pueblos, el nuevo príncipe monegasco tomará pacífica posesión de su cargo, vigilando cuidadosamente las reglas, muy económicas, que se consideran indispensables para mantener rangos y categorías. Porque señoras y señores, la pela es la pela, y esta razón social y de Estado se ha puesto de manifiesto con ocasión del duelo a toda orquesta del Papa Karol: Así que se tuvo la sospecha de que el gran peregrino por tierras de misión tenía los días y las noches contadas, el comercio y la industria italiana, famosa desde los señores venecianos, comenzaron a montar los chiringuitos comerciales. Y se vendió hasta el último aliento del agonizante. Agua embotellada y rosarios pasados por la bendición papal, y estampitas con la vera efigie estampada y espejitos con la figura solemne del Papa, todo se vendía. Los precios adquirieron tan fabulosa subida que muchos se temieron que pudieran caer y hacerse daño. Los habitáculos más groseros del mapa romano se alquilaron al precio de los palacios de los Duques de Alba y por un plato de macarrones se ofrecieron millones de liras. Como si las muertes de uno y del otro hubieran desatado los instintos más repugnantes de la ambición humana, se abrieron las compuertas del expolio y hubo momentos en los que Roma pareció convertirse en un mercado persa. Se derramaron, sí, lágrimas amargas por la desaparición de personajes tan resonantes, pero sin sacar la mano del bolso, sin la mención siquiera del posible extravío moral que podría significar tanta ostentosa demostración de riqueza. Ya aquel Don Miguel de Cervantes, al que andamos recordando en lecturas entrecortadas, lo dejó escrito para conocimiento de los unos, de los otros y de los de más allá: Vive Dios que me espanta esta grandeza/ y que diera un doblón por describilla,/ porque ¿a quién no sorprende y maravilla/ esta máquina insigne, esta riqueza?

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