CUATRO GATOS
Trabajo social
SILVIA ESTUDIÓ Trabajo Social en León. Terminó hace tres años. Se enamoró, se casó, tiene una hija de un año que se llama Ada. Cuando vivía en León tenía clarísimo que ella sólo quería vivir en Vega de Espinareda, su pueblo natal. En esos devaneos de desesperanza que acompañan a toda carrera universitaria y a todo estudiante informado y consciente de la «aventura» laboral, Silvia concluía en que ella no necesitaba más. Pero hay una inquietud que tarde o temprano hará que tenga que irse, al menos a intentarlo: La cárcel. Quiere trabajar en una, fue ese su incentivo para terminar la carrera y sigue siendo su meta aún después de haber enviado ochenta currículos a diversas empresas y haber sumado el mismo número de nadas y sus correspondientes comprobaciones de que siempre el puesto es ocupado por la sobrina del amigo o por el hijo del vecino. Me contaba que había participado en un taller de integración social para alcohólicos. «No siempre, pero la mayoría de las veces un alcohólico es también violento, o sea, que pega a su mujer», dice Silvia. «Les pusimos la película de Sólo Mía y decían que era normal, que él era el que llevaba el dinero a casa y tenía todo el derecho a castigarla a ella por portarse mal. No van a cambiar. No se puede hacer nada. Es muy difícil». Las convicciones de este tipo son profundas y están bien fijadas en el esquema vital de estos hombres. Son verdad, una verdad inamovible que significaría una herida en el orgullo, un ataque directo a la integridad y al papel que les toca desempeñar. Papel aprendido y aprehendido, que excluye al diferente o lo subestima. Y las benévolas intenciones de un trabajador social chocan de frente con la propia vida íntima y personal del sujeto a reconducir. No se van a arrepentir por algo que les es legítimo, por colocar el mundo a su manera, la única que conocen, con la que sobreviven y viven desde todos los años que tengan. Y mientras no hay siquiera un ápice de enfado por parte de esa mujer, siquiera rechazo, siquiera fuga y adiós, y aunque lo haya... igual, sigue la lucha por restablecer lo que debía ser: Yo soy el jefe, aquí mando yo, y punto. El entorno, la educación... arropan las costumbres. Lo que está claro es que no se puede no hacer nada, hay que funcionar, aunque sea como construir una catedral, nacer y vivir construyendo y morir sin ver el trabajo concluído.