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Publicado por
RAQUEL PALACIO VILA
León

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UNA de las paradojas de este mundo, desde que justicia e injusticia llegaron de la mano, siamesas, internecesitadas (como todo concepto que se precie de tener un valor, como el verano que no significa nada sin previo frío invierno), la pregunta callada que ya no se hace de tanto hacerse y rehacerse: ¿Por qué tantos millones de personas no pueden hacer nada? Porque nada hemos podido hacer a parte de tener que creerlo y seguir viviendo nuestras rutinas con la consciencia de que la pena de muerte, que ya parecía sonar a salvajada medieval, se ha cobrado otra vida. Quizás a estas alturas estamos demasiado metidos en nuestro propio embrollo, y nada puede salvarnos más que una visión desde algún futuro donde se pueda analizar y sacar en claro que fuimos una cultura influenciada y teñida por, amén de todo lo demás, el cine y su lado más terrible. El lado terrible de todo lo bueno. La bomba atómica que resultó de uno de los pasos más grandes dados por el hombre, lo grandioso de los devaneos inteligentes de Einstein llevado a la peor de sus posibilidades. Así que asistimos callados, mudos, a la decisión autónoma de un Terminator sin director que le ordene terminar con vidas. Hombre temible, salido de su trayectoria cinematográfica como la encarnación peor de todo lo que pudimos alguna vez ver desde el sofá de casa o la butaca del cine. Para redondear la locura, y como si el guionista más dramático hubiera puesto toda su vena tremendista en el guión, el reo era cinco veces nominado al Nobel de la Paz. Como realidad, es inasumible. Como metáfora, es una desgraciada crónica que refleja nuestro desastre como especie, como error, como resultado de la historia o como lo que quiera que seamos. Ahora llega la Navidad una vez más, hartos una vez más de repetir lo mismo de siempre. Y queramos o no estamos todos inmersos en ese recapacitar y hacer balance, y crear y fomentar buenos sentimientos y compadecernos de las estadísticas de suicidio. Porque es ahora cuando más duele a los solitarios, a los desplazados, ver que una parte del mundo tiene familia o amigos o vida organizada o lujo de estar dentro de algo, por falso o consumista o degradado que sea. En cualquier caso, que nada acabe con lo auténtico que pueda quedarnos.

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