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Publicado por
MANUEL CUENYA
León

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CADA vez que paso al lado de la librería Zorrilla de Ponferrada siento como alegría y nostalgia a la vez. Me alegra saber que se mantiene en pie, aunque la vista exterior de la casa colindante no ofrezca mucha confianza. Hace muchos años que no entro en esta librería, mas tengo por costumbre pararme delante de su escaparate, cuando me dejo caer por la zona donde está ubicada. No da la impresión de que esta librería venda muchos libros, aunque a buen seguro sigue vendiendo libros de texto. Su aspecto actual, en cualquier caso, es más el de una papelería que el de una librería. La librería Zorrilla fue mi librería de infancia. Y la infancia, si nos fiamos del poeta Rilke, es la única patria verdadera. La infancia es la tierra que te arrastra de un lado a otro a lo largo de tu vida, con sus buenos y malos recuerdos. La infancia, aunque algunos no lo quieran reconocer, es algo que marca al individuo de por vida. La librería Zorrilla fue como mi patria libresca de infancia. Recuerdo que era en esta librería donde solía comprar los libros de texto que nos encomendara nuestro maestro. Aquel señor franquista y despótico de cuyo nombre prefiero no acordarme. La mayoría de los escolares dejaban que el maestro se hiciera cargo de los libros. Pero uno, que siempre ha sido o ha querido ser un espíritu libre, prefería comprar los libros en la legendaria librería Zorrilla. No debía agradarle mucho al maestro que uno fuera por libre. También había algunos pupilos que compraban los libros de texto en la ya desaparecida librería Campano de Bembibre, hace años reconvertida en cafetería, ahora conocida como La Corona. Hay anécdotas graciosas al respecto, en las cuales no entraré ahora. En la librería Zorrilla compraba aquellos libros de texto de la editorial Everest. Me gustaban sobre todo por su contraportada, porque en ella se estampaba el Everest. La contraportada aquella, con el Everest en el centro, picudo y empinado, invitaba a la aventura. Era como entrar en otro universo. Ya entonces uno soñaba con largos viajes al fin del mundo. El Everest era una montaña enorme, al menos vista en la foto de aquellos libros de texto, sobre todo si la comparaba con la Sierra de Gistredo, mi punto de referencia más cercano. Y Gistredo se me aparecía como algo casi inalcanzable. Por aquel tiempo, con diez años, uno ni siquiera había coronado esta hermosa y mítica Sierra del Bierzo Alto. La subida a la cumbre del Gistredo llegaría un año o dos más tarde. Ahora, cada vez que me da por acercarme a la antigua librería Zorrilla, me entran como unas ganas enormes de subir al Everest.

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