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Publicado por
RAQUEL PALACIO VILA
León

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YA PASÓ CARNAVAL, la fiesta pagana. Dice un básico diccionario que el paganismo es: término que se aplica al conjunto de creencias, valores humanos y realidades que permanecen fuera del cristianismo. Tiene tela, y nunca más propicio, el asunto. Sólo vi un trocito de cabalgata cuando tal martes fui a Correos y esperé a cruzar la calle, porque un grupo de gente ataviada según las tendencias del soldadito de plomo y su compañera, pasaba en ese momento arrastrando cada uno un correspondiente cofre con adornos preciosistas. Los que salen en la cabalgata y los que van a verla. El orgullo pintado en las caras de unos por estar desfilando en medio de tanta gente. Una manera de sentirse especial. La simple alegría en la actitud de otros que deciden pasárselo bien y encuentran la manera. Intenciones variopintas que persiguen divertir o merecer el premio. Una oportunidad para desgañitarse por el mismo medio de la misma calle que los trescientos sesenta y cuatro días restantes se recorre en coche o a pie con la identidad sin disfrazar. Pinceladas de autenticidad en medio de un desfile con intervalos de chapuza organizativa, gracias a uno de los cuales pude cruzar al otro lado de la calle sin tener que esperar mucho. Un rato más tarde, volví a cruzarme con los de los cofres, que iban en retirada por la calle del reloj, unos ya fuera, otros aún dentro. Y sin reprimir la curiosidad pude saber de boca de una bailarina, no sin cierto ceño ofendido por mi pregunta, que iban de cajas de música. Y es que supe dos días después que venían de ganar el primer premio, así que mi duda tuvo que ser un poco insultante para la feliz habitante de la caja. Atravesé una abarrotada y musical Plaza del Ayuntamiento que volví a ver varias horas después con su habitual diáfano suelo sembrado de palillos de comer patatas fritas y sus correspondientes cucuruchos. Carnavalesco resultado a barrer para los que se disfrazan de basureros todos los días. Al margen, como siempre, de la multitud, junto al Teatro, sentado, como siempre, en el peldaño de una puerta sin inquilino habitual, estaba ese hombre que un día se disfrazó de mendigo y no quiso quitarse ya el traje. A su lado había un conejo marrón que fumaba un cigarro y parecía ser su colega. Pasé al lado y el conejo, para mi sorpresa, me saludó con un gesto familiar. Quien estaba debajo de aquellas orejas, una que miraba al norte y la otra que lo hacía hacia el sur, era Pilufo.