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Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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DE TODAS las avenidas de la Puebla de Ponferrada, la que más ha cambiado en los últimos tiempos es la de Compostilla. Esa calle que antaño tuvo el nombre de un general muy siniestro: el «mulo Mola», que diría Pablo Neruda. Ahora bien, la calle tenía un cierto encanto, perdido en los tiempos actuales, con casas altas y con el aparcamiento subterráneo. La avenida de Compostilla carece de sabor, pero ése es el signo de los tiempos. Recuerdo bien esa arteria en tiempos idos porque era una de mis rutas camino del colegio de San Ignacio. Y como la conocía muy bien y me gustaba, y como no paso por ella casi nunca porque vivo lejos, me sucede que cuando la recorro de nuevo es de todas las calles de la Puebla la que me parece más extraña. Porque sigo viendo aquel chalet abandonado, oscuro y cubierto de maleza donde antaño hubo una fábrica de hielo, a la entrada de la avenida, muy cerca de la calle Gómez Núñez. Y porque también recuerdo otro chalet, vecino del abandonado, pero limpio y habitado, con jardín y gente acomodada, y con una chica que vi una vez, con su pantalón azul celeste y su melena rubia. Princesa comarcal que pasó, que se perdió en un porche, y que nunca supe quién era. Pero eso daba lo mismo. Más al norte había un sanatorio de prestigio donde las mujeres de los burgueses daban a luz a sus vástagos: futuros mercaderes de traje y raíces. Era blanco, amplio, ordenado, regentado por dos médicos de origen lucense; y parientes, creo, de un hombre que fue ministro importante con la UCD, Juan José Rosón. Y tras el sanatorio de traza racionalista, venía una sucesión de chalets minúsculos, como de la vieja Praga de Kafka, con parterres de Liliput, y con alguna placa de médico. Vidrio negro con letras de plata. Yo aún sigo viendo esas casas de muñecas, y la luz de la calle en el otoño, y los niños que jugaban al fútbol sobre el pavés (algo hoy inusitado); y continúo apreciando el olor a vino del Bierzo que salía de unas bodegas, en la acera de poniente. Veo y siento todo eso, sí: los coches de las parturientas en el sanatorio; las altas tapias blancas; la chica de aura monegasca de aquella tarde. Y veo a unos gitanos deambulando por la vieja fábrica de hielo, y a los profesores que iban al colegio, y a quienes teníamos que saludar con un anticuado: «usted siga bien». Y veo más cosas, las escucho, y se me cuelan por la calle de ahora, calle real y vivaz, y regreso a la otra, aunque sea más pobre y detenida. Porque era la de uno, con todo el respeto.

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