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Publicado por
MANUEL CUENYA
León

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LA MUERTE reciente del padre de nuestro amigo Ramón, que por lo demás ha sido uno de los ideólogos de la revista La Curuja, nos ha hecho reflexionar una vez más acerca del miedo a lo desconocido, a la incertidumbre, incluso para aquellos que no creemos en dioses que nos ayuden a soportar el vacío existencial, la nada. En realidad, lo que nos da miedo es que algún día, y nadie se escapa, vamos a desaparecer, y sólo, por algún tiempo, puede que permanezcan nuestras cenizas. El alma o el espíritu, en algunos casos, pervivirán en el recuerdo, mas tampoco por mucho tiempo, salvo que entremos en los anales de la historia. Y eso es todo. Nacemos para morir, y vivimos al tiempo que nos vamos muriendo, lo que supone una liberación, si uno sufre terribles dolores en cuerpo-alma como en algunas enfermedades, o luego de un accidente paralizador. De ahí nuestras angustias y nuestros miedos ancestrales. El miedo, además de un arma de dominación política y de control social, es un mecanismo adaptativo y de supervivencia que, llegado el caso, nos permite responder con rapidez y eficacia ante situaciones adversas. Por otra parte, está la cultura a la que pertenecemos, que condiciona nuestros miedos. El judeocristianismo, por su lado, también ha alimentado nuestro miedo. Sorprende que haya culturas en las que el miedo a la muerte parece que no existiera, tal vez porque la vida no vale nada, como ocurre en Méjico, donde hay una convivencia fraterna con la muerte, como sabemos, y como bien nos contó Octavio Paz. En Méjico la gente suele hacer bromas con la muerte, incluso con la propia. Como buenos cínicos son conscientes de que cuando llegue la muerte uno ya no estará para encararla. «¿Qué es lo máximo que puede ocurrirme, qué me maten, nomás?», me dijo un mejicano, que me heló la sangre. También gustan de exhibir los ataúdes en la acera de la tienda, etc. Más macabro resulta para un occidental, siervo del cristianismo y capitalismo, que alimentan la vida eterna, lo que ocurre en la India, como me recuerda Ramón, que tuvo la ocasión de comprobarlo en Benarés, donde los vivos queman a los muertos en la hoguera, que a la vez les sirve para calentarse, y suelen lavar la ropa, incluso bañarse, en el Ganges, río sagrado y putrefacto, adonde van a parar algunos finados. También en la Ciudad de los Muertos, en El Cairo, los vivos moran en las tumbas de los muertos con naturalidad. Debemos aceptar la muerte como tal, sin aspavientos.