Cumpliendo el protocolo
LOS HECHOS que aquí se narran son tan ciertos como que usted está leyendo esta columna que este humilde periodista la ha escrito previamente. Me han pedido que no dé nombres, ni lugares para no aumentar el bochorno. Sucedió hace unas semanas, terminando la primavera berciana, cuando el aluvión de bodas inunda las iglesias y restaurantes con gran capacidad de invitados. Esteban y Ángela (nombres ficticios) son un matrimonio de casi 60 años ponferradinos que se acicalaban para asistir a la boda de una sobrina. Al entrar en la iglesia, Ángela, no acostumbrada a este calzado, rompió un tacón de sus zapatos y cayó al suelo dándose de bruces contra el pétreo suelo del templo. Susto general, atenciones varias y salida lo más airosa posible de la veterana pareja hasta sentarse en uno de los bancos de los invitados al acto. Esteban no paró en toda la ceremonia de interesarse por el estado de su esposa, a quien la cara se le iba inflando por momentos. Larga cena. El dolor de Ángela era insoportable. Esteban no pudo más y se la lleva al Servicio de Urgencias. La velada terminaba antes de tiempo, pero finalizaba, al fin, o eso se creían ellos... Un joven médico atiende a la contusionada señora, que no para de explicarle que no es nada, que sólo le dé algo para el dolor del pómulo. El joven le interroga si tiene otras lesiones. Descubre una erosión en una cadera y algunos rasguños más. El novato galeno anuncia que tiene que cumplir el protocolo y llama al 112. Las explicaciones del matrimonio no sirven de nada. «Pero que mi marido no me ha hecho nada oiga. Que me he caído en la iglesia». Nada. El protocolo es el protocolo. No sea que le suspendan el contrato temporal o lo que es peor, que las feministas sindicadas le tachen de machista retrógado y cómplice del maltrato doméstico. A los diez minutos se llevan las Fuerzas de Orden Público al marido entre gritos y quejas. Ángela, desesperada, les sigue en un taxi. Una vez metido al marido en el calabozo, fichado y a la espera de la firma de la denuncia por parte de Ángela, ésta se niega una y otra vez. «Que no le va a pasar nada, que nosotros y la ley le protege», insisten los representantes de la ley. En un momento de lucidez, Ángela toma su móvil y llama a su familia al restaurante temático donde prosigue el baile y la juerga de la boda. Al rato llegan veinte familiares y amigos. Se monta la trifulca y Esteban es rescatado. «No se enfaden. Sólo cumplíamos el protocolo».