SILLA BAJA
El invierno encima
LA CALLE ANCHA era una olla ruidosa, orlada de abanicos, trajes rocieros, pendones, tambores y gaitas, pero el comentarista historiador dijo que aquello era un acto litúrgico, así que seguí pegado a la tele para ver en qué paraba todo. El arroyo de la sierra me seduce más que el mar y evito, si puedo, las aglomeraciones festivas o deportivas, debido a la agorofobia, por eso agradecí mucho el silencio que se hizo en la plaza cuando apareció el alcalde roquero. El atípico regidor llego con el bastón de mando en la derecha como Dios manda, en la izquierda el botellín de plástico. «Voy a echar un traguín», dijo a modo de introito después de frotarse litúrgicamente las manos, para enseguida pasar a lo suyo, aquello por lo que estaba allí, ofrecerse para coliderar, ya que los líderes escasean tanto que en realidad sólo hay tres o cuatro, el nuevo parlamento berciano, siempre que la Junta de Castilla y León aporte, que lo va a hacer, los saquitos de dinero necesarios para las liberaciones o, en su defecto, haga lo propio la juventud berciana, a razón del importe de un cubata por barba, hasta lograr que el carro entre en corral, remató con voz atiplada. Pero el momento más emocionante llegó cuando, después de los inevitables ataques al gobierno socialista propios del acto litúrgico, el hermano del hijo del carpintero, tuteando a nuestra Señora, entró en el jardín prohibido del relativismo moral y profetizó, sin que pestañeara el obispo copresidente, reconociendo que la política a veces no puede ser apolítica, lo cual sonó demasiado fuerte para ser predicado desde aquel ambón presidido por el anagrama de la Cope, desatando un rumor de tacones lejanos al fondo, unas piernas que se cruzan y vuelven a cruzarse en la primera fila, unas manos orantes más arriba, peligrosamente juntos la ola de laicismo que nos invade y el nacionalcatolicismo en estado puro que esperaba su turno para completar la faena. El sermón del alcalde resultó clarificador y profético en el sentido de que hablaba sin saber bien lo que decía porque lo hacía en nombre de otro. Lo peor del acto fue el acto considerado en sí, el acto «per se», más propio de una teocracia donde los puentes y las rotondas se hacen con la complicidad de los santos milagreros, que de una democracia asentada en un Estado aconfesional y laico. Otro síntoma de largo invierno cultural en que vivimos, nos movemos y somos.