LA GAVETA
Libros de luz
E N 1971 los periódicos de Madrid llegaban a Ponferrada al día siguiente. El Puerto del Manzanal era un lugar inhóspito y asiático, lleno de curvas y baches. La ciudad estaba mucho más aislada, pero, con todo, era moderna, y las chicas vestían como las muchachas de la calle Serrano de la capital. Había boutiques y había hombres trajeados que se acicalaban con colonias de Francia. Pero la cultura apenas tenía presencia en la vida de sus ciudadanos. Predominaba la pasión por el dinero, las frases comunes. Y el miedo. Se hablaba de botillos, eso sí, y de muertos. Hacía frío, ese año llovió mucho. Yo acababa de volver a Ponferrada, procedente de un internado sacro situado en Astorga, donde acredité mi escasa fe y mi acendrada confusión. Ya en casa, con mis hermanos en sus colegios, con mi padre viajante y mi madre bondadosa y bohemia, vivía la vida del paria. Aunque, eso sí, estudiaba mucho. Hice, por libre, de una tacada, el Preu y el primero de Magisterio. Buscaba un sueldo, buscaba un vacío; no sabía qué buscaba. Pero ya leía los periódicos con una pasión que jamás desapareció. Me gastaba la asignación paterna en prensa y libros. Casi igual que ahora, aunque la asignación es propia. Buscaba la luz en el cieno de Franco. Había poco, pero había algo: la revista «Triunfo», el periódico «Madrid» que el régimen cerró al final de aquel año. Y que yo vi caer demolido ante mis ojos, tres años después. Junto a la plaza de Olavide. Recuerdo las calles cortadas, el estruendo, la triste polvareda blanca. Pero vuelvo a 1971. Al mozo humilde y lleno de quimeras. Un día, en el diario «Madrid» leí una entrevista con Jorge Luis Borges. Yo no sabía quién era, pero a partir de aquel texto quedé totalmente deslumbrado por aquel hombre. Estaba sucediendo el mayor milagro de mi vida de lector. Me desarmaba yo, emocionado, ante la belleza del idioma. Ante un castellano nuevo y, a la par, nacido de la fuente clásica. Era la fascinación del lenguaje. Ya nunca fui el mismo ciudadano del Bierzo y de la vida. Y fue en Ponferrada donde encontré ese diamante. Justamente en la plaza de Fernando Miranda, donde yo vivía. Donde ahora está la Feria del Libro. Y el mismo kiosko que me acercó a Borges. A mí me gustaría mucho que en estos días de palabras y memoria, de imaginación y lenguaje, muchos bercianos descubrieran el secreto encanto de la literatura. Y sentir lo poco que tiene que ver con la zarabanda de tantos productos editoriales. Con las bullas templarias y el tráfago de dragones. Literatura, que está en otra parte, aunque muy cerca. Y para toda la vida: felicidad fiel. Misterio y luz.