OPINIÓN
Es terrible tener a alguien en una cuneta
ESE SIMPLE lamento, del siglo XXI, de ayer, en boca de una hermana de una mujer asesinada y arrojada a una de las muchas cunetas de la dictadura de Franco nos zahiere y nos descubre el más bajo y ancestral instinto bárbaro que, por desgracia, aún se observa subsistente en nuestra actual sociedad civilizada: el placer ante el dolor del enemigo vencido. En nuestro país no ha sido suficiente con la victoria sobre el vencido para obtener aquél, no ha sido suficiente el asesinato, la anulación del inocente; muy al contrario, ha necesitado todo el entorno del vencido -esta maldad se justifica en nuestro tiempo con el eufemismo denominado efectos colaterales- para procurarse placer, crueldad garantizada a través de la negación civilizadora del futuro, perpetuación del dolor y de la fiesta, atado y bien atado, placer heredado. Toda la historia de la civilización europea se ha venido adornando de este jolgorio macabro; en algunos países -el nuestro, uno de los últimos- con especial saña; una especial maldad, apoyada y paradójicamente defendida por predicadores del perdón quienes aún conservan a la entrada de sus templos el testigo de la fiesta, que esconden el perdón en sus arengas y niegan el presente -sacerdocio de la sangre; por esos representantes del poder político que reniegan del instinto, de la necesidad de la memoria, pretendiendo de quienes todavía sufren, mediante un imposible ejercicio de abstracción, hagan desaparecer su sufrimiento; negación de la memoria, último acto de crueldad para con esas familias necesitadas de descanso para no transmitir a los suyos el imposible olvido -descanso de la memoria; por esos doctos estudiosos de la historia que se revuelcan a diario entre libros ajenos pero que no aportan una sola idea profunda de pensamiento propio, responsables de la lectura sesgada, silenciadores de la fiesta macabra. Por mucho pacto constituyente, inevitable, necesario, fructífero, aunque conviene decirlo -cargado de cobardía, que la sociedad española se haya dado para converger en mínimos de convivencia, la parte de esta que aun conserva algo de decencia nunca podrá enterrar la memoria de la barbarie mientras tenga muertos en las cunetas silenciadas, señuelos del temor, mordazas del sentimiento, infame destino nunca conocido entre guerreros decentes; esa memoria se revela y necesita sacar a sus muertos de los pozos de la inmoralidad para poder dedicarse al olvido, a la paz. Garzón, el gran rebelde napoleonizado que queda frente a la debilidad del político, frente a la cobardía del pusilánime; el único avergonzado que comprende, al que se aplaude su arrojo en casa ajena pero que renuncie al fuego purificador en la propia; corrupción moral, gran los a la hipocresía. Saquemos a nuestros muertos del olvido, a todos, que no quede uno solo, démosles justa sepultura para que cese la historia del dolor, para evitar que se perpetúe en el tiempo la memoria de la indignidad, para procurar algo de paz a las personas doloridas, silentes, decentes.