LA HUELLA
El casco antiguo
LOS 22 PREGONEROS de las Fiestas del Centenario alabaron la Ponferrada actual, repitiéndose más o menos en los piropos. Yo creo que el mayor acierto, tanto como retirar la montaña de carbón, fue devolver el casco antiguo a los peatones, siguiendo el ejemplo de tantas ciudades españolas. Así, las plazas y las calles que las unen han podido recuperar su función pública de lugar de encuentro que tuvieron, de diversión, o simplemente de paseo. Y en estas fechas se hace siempre más patente; por el gentío, y la cantidad de actos que allí se celebran. Es una suerte no andar esquivando coches, o que el ruido del tráfico no nos alcance cuando estamos a la escucha de las palabras que salen de los micrófonos, o de la música. O cuando nos encontramos con amigos y conocidos, y queremos conversar sin agobios, practicando esa costumbre tan berciana de estar un buen rato despidiéndonos, que parece que nos vamos, pero no, volvemos a otro tema, y casi decimos adiós, y otra vez nos enganchamos. Sí, es muy nuestro esto de que dos personas se paren a hablar, y parezca que se van pero no se van nunca. La vida urbana mantiene su pulso más humano en la zona alta. Aquí vivían los ricos hace cien años, antes de que la Ponferrada al oeste del Sil creciera gracias a la industrialización. No hace mucho tiempo, la parte alta era zona decrépita, gris, aunque siempre elegida por bohemios, románticos y gentes de un vivir desobediente. Incluso el Castillo era poco más que miles y miles de piedras maltratadas. Ahora la zona alta es una zona guapa, con permiso de todos los internautas que discrepan en los foros, que quisieran menos construcciones nuevas, y menos colorines en las fachadas. Pero yo recuerdo que también se han despejado espacios, ¿O no ha sido un acierto derribar aquéllas casas que, pegadas al Castillo, nos impedían ver su imponente tamaño y esplendor? Aunque, hace treinta años, una de esas casas fue muy útil a una chica que se quedó encerrada en el Castillo por estar tonteando con su novio. Llegó la noche y advirtieron que el portón estaba cerrado, y nadie en los alrededores. Un día lluvioso de otoño, de gabardina blanca, vestido de domingo y botas de tacón. Saltaron a la ronda baja, y de ahí al tejado de una de las casas adosadas a la muralla. Luego a otro tejado más bajo, y de ahí a un patio donde les esperaba un perro. Menos mal que ella siempre fue amiga de los perros, aunque los tacones rotos, no hubo manera de encontrarlos.